FRANCISCO BASTIDA FREIJEDO

lunes, 1 de octubre de 2012

España, independentismo y el melón constitucional - Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida
La Transición sirvió para crear un patriotismo constitucional, de ferviente adhesión a los principios democráticos. Sin embargo, debajo de él no surgió con igual consenso un patriotismo español. Demasiados años de dictadura no se tapan con un papel. La derecha monopolizó la bandera, el himno, la nación y el nombre de España. La oposición a Franco era la «anti-España». La patria era la quintaesencia del Movimiento Nacional y el patriotismo consistía a ensalzarlo y defenderlo.

La Constitución buscó la convergencia de las dos Españas, pero lo hizo mirando demasiado por el retrovisor en algo tan importante como son los símbolos nacionales. La bandera siguió con los colores y la forma de la enseña franquista, que básicamente era la de la Monarquía, e inmediatamente se erigió en signo distintivo de la derecha española. Lo mismo sucedió con la continuidad del himno nacional. La consecuencia fue el desafecto a los símbolos nacionales y al propio nombre de España no sólo de los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos, sino también de la izquierda en general. Referirse a España como «Estado español» sigue siendo aún hoy una muestra del daño sentimental causado por el franquismo, que la Constitución no supo o pudo superar fijando nuevos símbolos de general aceptación. Pero también expresa la enfermedad infantil de la izquierda, que después de treinta años le cuesta manifestar su identidad nacional, como si sólo se sintiese española por imperativo legal. Los nacionalistas le han marcado a la izquierda española una visión de las cosas que ha resultado nefasta. El rechazo de la idea de la España uniforme, tan grata a la derecha centralista, ha llevado a la izquierda, de la mano de la derecha nacionalista, a la negación u omisión de España y a la afirmación de los pueblos de España (del Estado español) como única o preferente realidad social.

El artículo 2 de la Constitución es un intento de armonizar la España plural, pero su texto no expresa una síntesis de dos visiones de España, sino la afirmación sucesiva de ambas. Por un lado, «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», que satisfizo a la derecha posfranquista, y, por otro, el reconocimiento y la garantía del «derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas», que contentó a los nacionalistas y a la izquierda. El Estado autonómico ha servido para ese delicado equilibrio, pero después de treinta años parece insuficiente y despreciable para los nacionalistas, lo cual es grave cuando son fuerzas políticas con gran implantación electoral, como sucede en el País Vasco y en Cataluña.

La pavorosa crisis económica está dejando al aire la debilidad política de España hacia el exterior, pero también en el interior. El PP culpa a las autonomías de la deuda pública y propone una recentralización, mientras los nacionalistas ya hablan sin disimulo de romper amarras y hacer el camino por su cuenta. El PSOE, que sirve de puente entre las dos orillas, está desaparecido y el PSC juega a un catalanismo que no hace ascos al derecho de autodeterminación. Del «café para todos» se ha pasado a proponer el descafeinado, por un lado, y a consumir «éxtasis», por el otro, mientras a Rubalcaba le da por improvisar la idea de un Estado federal.

La Constitución no soluciona los problemas, pero es el cauce para resolverlos. Dice Rajoy que no es momento de algarabías, pero lo cierto es que lo más grave que tiene hoy España no es su economía, sino su identidad política, como país y como democracia. España necesita refundarse a través de una reforma constitucional, libre de las ataduras habidas en la Transición y abierta a los nuevos retos y demandas. Hoy hacen agua el Estado social de derecho, los símbolos nacionales, la organización territorial del Estado, el sistema de partidos, la organización de la representación y las propias instituciones del Estado, desde la Corona al Poder Judicial, pasando por el Senado. De nuestra economía se ocupan Alemania y la Unión Europea; de nuestra política nos tenemos que ocupar nosotros, y mal andan las cosas si la obsesión del Gobierno es hacer de España una «marca» que hay que vender y deja de lado la idea de España como una nación que hay que recuperar en su propia estima como pueblo y como democracia, sin patriotismo folclórico.

PP y PSOE tienen la llave de la revisión constitucional y hasta ahora han seguido el criterio de que no se debe abrir el melón de la reforma si no se sabe cómo cerrarlo. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Pero es hora de que se den cuenta de que el melón se pudre y de que a la nueva legitimidad de las aspiraciones de los nacionalistas, que adquieran en las urnas y en la calle, no se puede oponer sin más ni el Código Penal ni un Tribunal Constitucional politizado ni unas Cortes en horas bajas. Esa legitimidad hay que contrastarla e incluso contrarrestarla con una superior legitimidad, renovada en una reforma constitucional y ratificada en un referéndum. A ver si resulta que los únicos que tienen reconocido jurídicamente «el derecho a decidir», el pueblo español, no tienen la oportunidad de ejercerlo.

¿Hay que recordar que la Constitución de Cádiz, tan conmemorada hoy en su 200.º cumpleaños, se hizo en condiciones mucho más complejas y convulsas que las actuales?

 

martes, 28 de agosto de 2012

Colegios de enseñanza diferenciada por sexos y financiación pública - Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida
El Tribunal Supremo (TS) acaba de dictar dos polémicas sentencias sobre la legalidad de la decisión de algunas comunidades autónomas (CC AA) de no financiar a colegios con una enseñanza diferenciada por sexos (sólo de niños o sólo de niñas). El TS sostiene que no es inconstitucional que haya este tipo de colegios, pero que para acceder a una financiación pública es necesario cumplir con los requisitos que la ley Orgánica de Educación establece, entre ellos, el de que la educación no sea discriminatoria por razón de sexo. El asunto no es nuevo y ya en 2008 el TS juzgó que las CC AA podían poner esta condición, al interpretar que la mejor manera de cumplir este requisito es exigiendo que los colegios que quieran concertarse con el sistema público de educación ofrezcan una educación mixta. A falta de una lectura de estas nuevas sentencias, parece que el TS da un paso más y considera que esa interpretación es la única correcta, ya que, según la cita literal que transcribe la prensa, el alto tribunal afirma que «es obvio, que, previamente, el artículo 84 de la Ley 2/2006 que expresamente se refiere a "la admisión de alumnos" ha excluido de la posibilidad de concertación a los centros de educación diferenciada por sexos, al prohibir [...] la discriminación por sexo».

Si esto es así, mientras no cambie dicha ley, que es de obligado cumplimiento en todo el territorio nacional, las CC AA sin excepción -incluida la de Madrid- deberán eliminar de sus conciertos educativos a aquellos colegios que no respetan esa condición y supeditar la renovación de los conciertos vigentes al cumplimiento de tal requisito. La cuestión de fondo que se plantea es cómo se puede sostener que la educación diferenciada por sexos es constitucionalmente posible y a la vez afirmar que los colegios que la practican no pueden ser concertados porque su existencia implica una discriminación por sexo. Si hay una educación discriminatoria no caben colegios ni públicos, ni concertados, ni meramente privados con esa característica, ya que lo prohíbe la Constitución y, si no la hay, habrá que justificar de otra manera por qué se niega a tales colegios el acceso a la financiación.

Quizás el TS no ha estado muy afortunado en la argumentación, pero los detractores de sus dos sentencias basan su crítica en una falacia, la equidistancia desde el punto de vista jurídico entre enseñanza mixta y enseñanza segregada por sexos. La Constitución proclama la prohibición de discriminación por razón de sexo y, por tanto, establece una presunción de ilegitimidad, o sea, una fuerte sospecha de que allá donde exista una diferenciación de ese carácter se estará conculcando la Constitución. La enseñanza mixta no precisa de justificación constitucional, ya que parte de la igualdad de sexos, pero la segregada sí, y ha de ser una justificación muy poderosa, que deshaga aquella presunción. El hecho de que la Convención de la Unesco (¡de 1960!) remita a los Estados signatarios la apreciación de si la educación diferenciada es o no discriminatoria, no quiere decir que para la Unesco sea indiferente un sistema educativo u otro. En 1999 un Comité de la ONU aprobó una Observación al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 1999, en la que afirma que «en algunas circunstancias» se considerará que el sistema de enseñanza segregada no constituirá violación del Pacto. Por tanto, ni constitucional ni internacionalmente se establece un principio de neutralidad entre enseñanza mixta y enseñanza segregada. Esta última nace bajo la sospecha de ilegitimidad.

Es posible pensar que la enseñanza diferenciada por sexos no tiene por finalidad una educación sexista y que sólo persigue un mejor rendimiento escolar de cada tipo de alumnado. Cuestión bastante dudosa, porque no hay ningún aval científico que justifique la segregación educativa y porque los colegios que optan por este tipo de enseñanza tienen un ideario que comulga con la diferenciación social de roles por sexo. Pero, aun admitiendo en abstracto esa posibilidad, a lo más a lo que se puede llegar es a la aceptación de que la existencia de tales colegios no es en sí misma contraria a la Constitución. Cosa distinta es que sean compatibles con el sistema público de educación (puramente público o concertado).

El objeto de la educación, según el art. 27.2 de la Constitución, es alcanzar «el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales», y parece obvio que como mejor se consigue este objetivo es mediante un sistema educativo que no esté bajo sospecha de inconstitucionalidad, o sea, el mixto. Los colegios privados que deseen acceder a la financiación pública deben concertarse con el sistema público de enseñanza y cumplir sus requisitos. El concierto escolar no es un pacto entre iguales, sino la adhesión a un régimen de condiciones que los poderes públicos estiman que es el mejor para cumplir con aquel objetivo. De acuerdo con el TS, no hay un derecho de los colegios a acceder a los financiación pública, sino a optar a ella en condiciones de igualdad, previo cumplimiento de los requisitos establecidos.

El ministro de Educación ha declarado que piensa cambiar la ley para incluir en los conciertos a los colegios de enseñanza diferenciada, pero es posible que se tope con la inconstitucionalidad de la reforma. Los fondos públicos deben destinarse a optimizar aquel objeto de la educación y cabría entender que la ley infringe la Constitución si pone en un mismo plano a colegios mixtos y a colegios sobre los que pesa la sospecha de inconstitucionalidad por segregación sexual, como sucede con los de enseñanza diferenciada. Una cosa es admitir la constitucionalidad de una excepción al sistema mixto de educación y otra afirmar que no es una excepción, sino un sistema educativo más, irrelevante a la hora de financiar la educación. La ley no puede establecer esa equidistancia sin infringir los arts. 14 y 27 de la Constitución y eso es lo que seguramente quiere decir el TS en sus dos sentencias.

Internet, libertad y manipulación - Francisco J. Bastida

En estos siete últimos meses la campaña contra los empleados públicos no ha hecho más que crecer, y en julio llegaron los recortes, presentados, como era de esperar, no sólo como algo inevitable económicamente, sino también como necesario desde una buena Administración, que tiene el deber de acabar con la improductividad y los privilegios. Quizá el ya famoso grito de la diputada Fabra «¡que se jodan!» podría simbolizar ese desprecio político, pero también social, a los empleados públicos, esquilmados y además humillados profesionalmente.

Total, que el mencionado artículo ha vuelto a circular con intensidad por las redes sociales y en numerosos blogs, lo que indica la fuerza que puede alcanzar el llamado «quinto poder», el poder de los propios ciudadanos para conectarse entre sí, divulgar y crear opinión al margen de los partidos y de los medios tradicionales de comunicación, e incluso adoptar acciones de trascendencia pública.

El problema está en que por internet, como por las carreteras, corren desaprensivos, que pueden hacer un gran daño al quinto poder. No es descartable que sean el propio Gobierno y sus servicios de inteligencia los que se dediquen en algún momento a manipular e intoxicar las redes sociales, pero hay también mucho irresponsable encima de un teclado dispuesto a moldear la realidad a su gusto.

A raíz de la difusión del citado artículo empecé a recibir numerosos correos electrónicos felicitándome por su contenido, pero, de manera sorprendente, se mezclaban entre ellos mensajes de desaprobación por haber criticado a los empleados de la banca, y se documentaba el desacuerdo con párrafos subrayados de palabras que jamás escribí. Intrigado, intenté buscar en Google el origen del desaguisado. Por fortuna, en la mayoría de los casos se reproduce mi artículo original; en algunos incluso se cita la fuente y se redirecciona a la página de este diario. Sin embargo, en otros sitios aparece mi foto y debajo un artículo con un título y un contenido que no es el auténtico, atribuyéndome entre párrafos unas opiniones que no son mías. Puesto en contacto con alguno de estos blogueros y diarios digitales, me ofrecen disculpas, pero dicen que se limitan a reproducir lo que ya han encontrado en la red. Siguiendo mis pesquisas, encuentro que en un blog aparece mi artículo trufado y debajo la reproducción de una carta de José Luis Sampedro titulada «Querido Señor Presidente: es usted un hijo de puta», que resulta que tampoco escribió, y que lo mismo les ha sucedido a otros escritores como Arturo Pérez-Reverte e Isabel Allende. Imposible saber el origen de una falsedad que después se extiende como la pólvora.

Conclusión. Los derechos de autor son sagrados, no en su sentido patrimonial, pero sí como garantía de la formación libre de la opinión pública. Esto es de máxima importancia cuando la difusión de información y de ideas y opiniones se hace por internet. A los medios de comunicación clásicos (prensa, radio, televisión) es fácil identificarlos para poder exigirles rectificaciones y responsabilidades, pero es complejo deshacer falsedades cuando cualquiera puede crearlas y propagarlas a la velocidad de la luz y con cierto anonimato. Debería elaborarse un código ético para la fiabilidad de la información en internet, de manera que todo lo que se publique de otros se documente señalando la fuente original. Sólo así el quinto poder podrá realmente exhibir su fuerza democrática junto e incluso frente a los clásicos poderes.

 

sábado, 21 de julio de 2012

Recortes y descrédito de la Constitución - Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida
Tantos recortes acaban por poner en entredicho el sistema democrático y la propia Constitución. Crece el descrédito de la política, arrodillada a los pies de la economía especulativa, crece el descrédito de la clase política, distanciada de la sociedad y enrocada en sus engaños, corrupciones y privilegios, y crece también el descrédito de la Constitución, el de las instituciones por ella reguladas y el de sus principios rectores de la política social y económica.

Se ha dicho que estamos de facto en un Estado de excepción parlamentario, porque el Gobierno prescinde del Parlamento y gobierna por decreto ley. En realidad, estamos ante algo más grave aún, un cambio de modelo constitucional por la puerta de atrás. Parece que sólo hay un precepto que cumplir, el nuevo Art. 135, introducido con nocturnidad y alevosía por PSOE y PP, que impone la estabilidad presupuestaria y da prioridad absoluta al pago de la deuda pública. El resto de la Constitución se pone a la cola.

Es cierto que la propia Constitución no da un mismo tratamiento a todos los derechos. Los llamados «fundamentales» (derecho a la vida, a la intimidad, a la libertad personal, etcétera) tienen una eficacia directa, mientras los derechos «sociales» (derecho a la protección de la salud, a una vivienda digna, protección de los discapacitados, de los mayores, etcétera) se articulan como meros principios rectores de la política social y económica. Pero los principios no son papel mojado, se enmarcan en el Estado social de derecho y son mandatos que la Constitución impone a los poderes públicos para que los cumplan en la mayor medida posible. Una cosa es el grado de cumplimiento y otra, una política que los margine y desprecie.

La Constitución dispone la preferencia del pago de la deuda pública y la exigencia de un equilibrio presupuestario, pero nada dice sobre cómo hacerlo. Lo que sí establece es cómo no hacerlo y para ello señala unas líneas rojas que no deben rebasar los poderes públicos. Esas líneas están trazadas en aquellos principios rectores de la política social y económica, en los principios que han de informar el sistema tributario y en la obligación general de los poderes públicos de remover los obstáculos para que la igualdad sea real y efectiva (Art. 9.2).

Sin duda, es difícil sentenciar cuándo se pisan tales líneas porque su contenido es gaseoso y, por ello, es problemático que un Tribunal Constitucional decida sancionar como inconstitucionales medidas que afectan a esta nebulosa de principios, pero gaseoso no significa inexistente.

Para obviar esta parte de la Constitución, el Gobierno afirma que sus medidas no son ideológicas y no obedecen a una determinada opción política, que son las necesarias e inevitables en el momento actual. Incluso exhibe Rajoy como prueba que siendo él de derechas ha tenido que nacionalizar un banco. (La verdad es que cada vez es más difícil saber si quien gobierna es Rajoy o Ruiz-Mateos, visto el pago piramidal de los intereses de la deuda con más deuda y la simpleza mental para explicarlo). Sin embargo, son ideológicas: una mezcla de neoliberalismo que abomina de lo público, salvo para sanear lo privado, y de centralismo que intenta con cada decreto ley incapacitar a las comunidades autónomas, imputándoles el origen del déficit. Una manifestación de esa carga ideológica es el efusivo aplauso de los diputados del PP a los recortes del Gobierno en políticas de ayuda a la dependencia o al desempleo. La diputada Fabra llegó a gritar «¡que se jodan!».

Pero además de ideológicas, las medidas pisan esas rayas rojas de la inconstitucionalidad; de manera clara en el terreno competencial de las comunidades autónomas y de manera más difusa, pero perceptible, en el campo de los principios rectores de la política impositiva, social y económica. Hay otras vías para recaudar y hay otras materias donde recortar. El Gobierno transita por una dirección contraria a la establecida en la Constitución cuando, para poder insuflar más dinero a los bancos a través del endeudamiento público, opta de manera sistemática por una fiscalidad que deja a salvo a las grandes fortunas e incluso amnistía a los grandes defraudadores, cuando los recortes pierden todo sentido de equidad y caen del lado de los grupos más vulnerables de la sociedad (parados, personas dependientes, pensionistas, inmigrantes, etcétera) o cuando decide privar de la paga extra a los funcionarios con un claro sentido confiscatorio (lo de diferir su pago a un plan de pensiones suena a supresión de futuras pagas extra, no sólo la de Navidad, para endilgar a los funcionarios una especie de «participaciones preferentes», de ilusorio cobro). Dicho con trazo grueso, el resultado político es un Gobierno que actúa como un Robin Hood en negativo, le mete mano a los pobres y a la clase media en beneficio de los ricos. El resultado jurídico es que los recortes alcanzan también a la Constitución. La pregunta está en cuánto se puede seguir metiendo la tijera al Estado social de derecho sin que el Tribunal Constitucional certifique que se han rebasado las líneas rojas de nuestra norma fundamental.

En todo caso, más allá de disputas jurídicas, los ciudadanos son los que pueden y deben mostrar al Gobierno las líneas rojas de su actuación. Para ello no habrá que esperar a las próximas elecciones, sólo a que explote el cabreo social, aunque al parecer apenas existe, según el nuevo patrón de medida utilizado por Esperanza Aguirre, el estadio Santiago Bernabeu.

 

miércoles, 30 de mayo de 2012

¿Recortes o reformas en la Universidad? - Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida
Creerse en posesión de la verdad es malo. Apoyarla en una mayoría absoluta aún es peor. El resultado es gobernar por decreto-ley, despreciando el diálogo. ¿Para qué transaccionar con los que están equivocados? En su arrogancia, el ministro Wert aún debe de estar pensando el porqué del plantón que le dieron los rectores universitarios, enfadados por su ordeno y mando. Las formas pueden descalificar a una persona, y más a un político. Ahora bien, no tienen por qué descalificar sin más el contenido de sus decisiones.

La Universidad española lleva tiempo necesitada de una profunda reforma. El problema es que, sin crisis económica, el Gobierno no ve razón para soportar el coste político del cambio, y el mal se perpetúa. Con crisis económica, cualquier reforma que se introduzca siempre podrá criticarse como tijeretazo por necesidades presupuestarias. Al final, por unas u otras razones no se toca lo esencial y todo queda en lo más fácil, una reducción del gasto en personal y un aumento de las tasas académicas.

Lo cierto es que el análisis que hace Wert de la Universidad española es en muchas cosas razonable. La cuestión de fondo no está en qué medidas adoptar para resolver el problema, sino en ponerse de acuerdo en cuál es el problema. En las últimas décadas ha habido una deriva constante hacia un modelo de Universidad popular, intensificado por la descentralización autonómica. El resultado es el libre o fácil acceso a una Universidad de proximidad, incluso con titulaciones duplicadas para satisfacer intereses locales, y con unas tasas académicas ridículas; el importe de dos mensualidades en un colegio privado de Secundaria es más alto que muchas matrículas anuales universitarias.

No es sostenible el número de universidades que hay en España, ni el número de titulaciones que muchas de ellas ofrecen. Tampoco lo es la función que está cumpliendo la Universidad, una fábrica de parados y de encubrimiento del paro, con gente ociosa que pasa más tiempo en la cafetería que en el aula. El mayor error es pretender que toda la población tenga estudios universitarios. Como consecuencia, el nivel de exigencia de conocimientos para el acceso es mínimo y cada vez se amplía más el número de oficios que entran en la lista de titulaciones universitarias.

El desconocimiento del sentido del numerus clausus lleva a decisiones irracionales, como restringir de manera exagerada el acceso a los estudios de Medicina o de Fisioterapia y, en cambio, no poner filtro alguno para matricularse en el grado de Derecho. La Universidad no puede ser una cuestión de cantidad, sino de calidad para la investigación y para la mejor formación de cara al mercado laboral. La oposición al numerus clausus es una demagogia intolerable. Aunque haya suficientes profesores y aulas, sólo deben entrar en la Universidad aquellos que demuestren méritos académicos. Es una gran frustración comprobar cómo más de la mitad de los estudiantes que se matriculan en titulaciones sin numerus clausus muestran desde el inicio un desinterés por el estudio que los convierte en alumnos I+D (ignorancia+desidia). Esto lastra la enseñanza y la calidad de la Universidad; perjudica a todos, incluidos los que pierden sus mejores años vagueando por los campus.

Habrá que mejorar y mucho el sistema de becas, para que nadie con talento deje de matricularse en la Universidad por motivos económicos y en esto no se puede ser exigente pidiendo más nota a un becario que a uno que no tiene beca; incluso se debe admitir algún número de suspensos, porque normalmente el que accede a una beca es por unas circunstancias familiares y de entorno social que dificultan el éxito del estudio en relación con el que dispone de sobrados medios para estar en una Universidad pública o privada. El Ministro se equivoca cuando se muestra tan inflexible en materia de becas y nada dice del numerus clausus, pero es cierto que el precio de la matrícula universitaria es una beca general para todos los estudiantes.

La Universidad tiene que ser necesariamente elitista, no en el sentido social o económico, pero sí en el científico e intelectual, y esto es incompatible tanto con una Universidad popular, que poco valora el mérito y la capacidad, como con un sistema de becas escaso e injusto. Pero somos incapaces de corregir el rumbo y eso que si alguna institución pública necesita de una profunda reconversión esa es la Universidad. Sus males son tantos que habría que demoler sus estructuras para crear una nueva, organizada en torno a proyectos de docencia de investigación. El Ministro es consciente de esto, pero a la hora de la verdad lo acaba fiando todo a una comisión de expertos y, mientras tanto, aplica la cirugía de hierro a los más débiles y no a los más ineptos. Igual que los rectores, entretenidos en recortar en cosas menores sin reformar lo esencial, quizá porque ello les costaría el cargo.

Se afirma sin pestañear que estamos ante la generación mejor preparada y quizá hay que ponerlo en duda, porque con la misma rotundidad se dice que los estudiantes de Secundaria salen cada vez peor preparados. Salvo que se considere que estamos ante una Universidad milagrosa, ese cambio de lo muy malo a lo muy bueno hay que justificarlo. Al menos en mi experiencia, siempre ha habido alumnos excelentes y, si hoy salen mejor preparados, es porque disponen de más medios y los saben aprovechar. Pero los alumnos malos son más y peores que los de hace unos años, porque su indolencia y apatía intelectual es mayor, sin importarles la mayor atención docente que proporciona el «plan Bolonia» o los medios informáticos por los que acceder más fácilmente al conocimiento. Habrá que preguntarse si los recortes no deben empezar por prescindir de estas personas en los estudios universitarios y con ello se comienza de una vez a hacer reformas en serio en la Universidad, aunque ello suponga recaudar menos, cambiar la política educativa e incluso suprimir algunas universidades.


martes 10 de abril de 2012


Inconstitucionalidad de la amnistía fiscal - Francisco Bastida Freijedo

Francisco Bastida Freijedo
El reciente real decreto ley 12/2012 establece que los contribuyentes del IRPF (renta de personas físicas), IS (sociedades) o IRNR (rentas de no residentes), que sean titulares de bienes o derechos que no se correspondan con las rentas declaradas en dichos impuestos a 31 de marzo de 2012 podrán regularizar su situación fiscal pagando a la Hacienda pública un 10 por ciento del importe o valor de adquisición de los bienes o derechos objeto de tributación. Además, se añade en la ley General Tributaria la exoneración de responsabilidad penal por regularizaciones voluntarias efectuadas antes del inicio de actuaciones de comprobación o investigación. Es decir, no sólo pueden pagar tarde, sino también en un porcentaje muy inferior al que tributaron los que cumplieron con sus deberes fiscales y, además, sin consecuencia penal alguna. Todo ello pone de manifiesto dos cosas: la primera es que la obsesión por la recaudación está por encima de cualquier otra consideración política o moral; la segunda, que robar o intentar robar a la Hacienda pública tiene para el Gobierno un reproche menor que el robo o el hurto de la propiedad privada.

Es terrible constatar el sadomasoquismo del Gobierno -del actual, pero también del anterior- que lo lleva a despreciar al ciudadano de a pie, contra el que está dispuesto a descargar toda su artillería presupuestaria, fiscal y penal, mientras consiente que los poderosos le impongan cuándo y cuánto quieren contribuir al sostenimiento de las cargas públicas.

La mencionada medida de regularización tributaria ha sido muy criticada desde el punto de vista político y moral, porque ciertamente es una invitación para ser defraudador o para sentir que el pago de impuestos no es un deber ciudadano sino una injusticia ineludible.

Pero la norma es criticable también desde el punto de vista jurídico, hasta el extremo de poder considerarla inconstitucional. Para empezar, es dudoso que por decreto ley se pueda exonerar la responsabilidad establecida en una ley orgánica como es el Código Penal; menos lo es que se puedan afectar los deberes (tributarios) de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución (CE), lo que infringiría el art. 86 CE. También es inconstitucional, porque vulnera el art. 31 CE, que dispone que «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad» y es claro que la norma aprobada va en la dirección contraria.

Sobre todo es inconstitucional porque la Constitución prohíbe la amnistía y el decreto ley la establece. No se trata de una amnistía en un sentido genérico y periodístico, para referirse a que el Gobierno perdona a los grandes defraudadores una cantidad de dinero, si deciden emerger los bienes no declarados. En sentido estrictamente jurídico, la amnistía tiene un contenido penal y se refiere a la exención de responsabilidad criminal para un colectivo de personas por determinados actos delictivos, hayan sido o no juzgados. La medida dictada por el Gobierno encaja en este concepto de amnistía porque, a partir de determinada cantidad, la defraudación constituye un delito fiscal y lo que hace el decreto ley es eximir de responsabilidad penal a los que, al someterse a la regularización fiscal, ponen al descubierto la comisión de un delito o delitos contra la Hacienda pública.

La Constitución no prohíbe expresamente la amnistía, pero sí impide que la ley autorice indultos generales (art. 62, i). El indulto presupone que el indultado ya ha sido juzgado y condenado y, por diversas circunstancias, se le concede la medida de gracia. Por el contrario, la amnistía borra el delito cometido, sin necesidad de ser juzgado. Si la CE prohíbe el indulto general, con mayor motivo impide que la ley autorice una amnistía, se refiera a delitos fiscales o de cualquier otra naturaleza.

¡Cómo no se va a deslegitimar el Estado democrático si parece que para los poderosos sólo hay tres normas: la prescripción, el indulto y ahora también la amnistía! ¿Habrá cincuenta diputados o senadores que tengan la decencia de interponer un recurso de inconstitucionalidad?

Francisco Bastida Freijedo es Catedrático en Derecho Constitucional.

 

lunes 13 de febrero de 2012


Garzón, ¿la condena a una persona o al personaje? - Francisco J. Bastida

Baltasar Garzón Real
La condena a Garzón ha suscitado las más encontradas reacciones. Para mal, más que para bien, el exjuez levanta pasiones y desde el principio se vio que el juicio al personaje iba a oscurecer el juicio a la persona. A ello contribuyó el TS, no aceptando las recusaciones de dos magistrados pedidas por el procesado. Puede que la denegación estuviera ajustada a derecho, pero, dadas las circunstancias del caso y su dimensión política y social, hubiera sido oportuno que no pesara en el TS la carga de la duda sobre la imparcialidad de algunos de sus miembros, cuya mala relación con Garzón parece evidente. Si a ello se añade que el TS encadena tres procesos seguidos contra el juez, las sospechas afloran por doquier.

No obstante, la unanimidad con la que se dicta la sentencia condenatoria permite orillar la crítica sobre la persecución del TS contra Garzón, salvo que se piense como Jiménez Villarejo que "el Supremo es una casta al servicio de la venganza". Una grave denuncia que requeriría de pruebas para que no quedase en un exabrupto, impropio del que fue Fiscal Anticorrupción. Lo que sí se pone de manifiesto en la sentencia es el deseo de darle una lección a Garzón y desde el principio de la exposición de los hechos la resolución se esmera en dejar constancia no sólo de lo que hizo el procesado, sino también de lo que dejó de hacer.


El problema de Garzón es que con frecuencia no era meticuloso en su labor instructora y un juez debe serlo siempre, pero más si sabe que levanta celos y recelos en la carrera judicial y, sobre todo, si instruye procesos en los que por su importancia debe lidiar con abogados expertos, que saben encontrar abundante munición procesal en los descuidos de la Administración de Justicia.


El repaso político y moral que el TS le quiere dar a Garzón en la sentencia no consiste sólo en señalarle como un mal juez instructor. Al hilo de la argumentación jurídica le acusa de actuar como un inquisidor que, so pretexto de que el fin justifica cualquier medio, ignora deliberadamente las garantías constitucionales que un Estado de derecho da a los procesados. No le podía el Supremo decir peor cosa a Garzón que él, paladín de los derechos humanos y luchador judicial contra los delitos de lesa humanidad de las dictaduras, es condenado por actuar como si estuviera en una de ellas.


Lo cierto es que se le condena por haber dictado dos resoluciones, sobre toda la segunda, a sabiendas de que no eran conformes a derecho y, además, vulnerando con ellas de plano el derecho fundamental de defensa de los procesados y de sus abogados. A la vista de los hechos y del contenido y alcance de las dos resoluciones es difícil sostener la no culpabilidad de Garzón.


No obstante, el TS hace una interpretación incorrecta del precepto de la Ley Penitenciaria que permite las escuchas bajo autorización judicial de las conversaciones entre abogado y cliente, porque las restringe sólo al supuesto de terrorismo. La doctrina del TC es más bien que, incluso en casos de terrorismo, las escuchas han de hacerse mediante autorización judicial, no bastando una resolución administrativa, pero que, mediando autorización judicial, pueden realizarse para cualquier tipo de delito si se cumplen determinadas condiciones. El TS opta por aquel criterio más restrictivo y eso hace que Garzón aparezca con nitidez como un prevaricador, pues ordenó escuchas abogado–cliente en un caso como Gürtel, que nada tiene que ver con el terrorismo. Aquí podría haber concluido la sentencia condenatoria, pero esto impediría al TS el regodeo de impartir clase de Estado de derecho a Garzón. Por eso deja a un lado su criterio restrictivo y se afana en mostrar cómo Garzón no se molestó en indagar si había indicios delictivos en la conducta de los abogados con sus clientes. Además, por esta vía argumental el terreno es mucho más firme.


Tanto el TC como el TEDH y el propio TS en otras sentencias han dejado claro que no es suficiente una autorización judicial para intervenir dichas conversaciones y el juez tiene que exponer qué indicios delictivos se ven, abogado por abogado y en relación con sus clientes, para justificar la orden de escucha o de lectura de sus comunicaciones. Garzón encontró indicios criminales en uno de los abogados, pero mandó grabar indiscriminadamente a todos, e incluso prorrogó la autorización de las escuchas sin prever que los procesados pudieran cambiar de letrados por otros que nada tuvieran que ver con la trama, como así sucedió.


Es posible que en otras circunstancias y con otros personajes el proceso hubiera acabado con la consideración de que el juez fue negligente, víctima de la rutina judicial del "corta y pega" una resolución por otra, y que su conducta sólo era merecedora de una sanción por el Consejo General del Poder Judicial, al no estar en su ánimo perjudicar el derecho de defensa de los procesados; tan sólo el de saber si éstos pretendían utilizar a sus abogados para blanquear dinero. Pero lo cierto es que la falta de suficiente motivación de la resolución implica por sí misma una lesión del derecho fundamental de defensa. Este hipotético trato indulgente sería parecido al que tendría la policía de tráfico cuando a uno lo detiene por un adelantamiento indebido y sólo le amonesta, perdonándole la multa. 


Pero la infracción existe y es grave porque puede tener serias consecuencias para el que venga en sentido contrario.


Lo único que querría el ciudadano, como cuando le ponen la multa a él y no a otros que hacen lo mismo, es que este rigor con el que ha actuado el TS contra Garzón se aplicase siempre, comenzando por el propio TS, y seguramente no pocos de sus miembros tendrían que haber colgado ya la toga por dictar sentencias igualmente merecedoras del reproche de prevaricación como las del caso Parot, o las que resolvieron de distinta manera el caso Botín y el caso Atutxa.


En fin, la sentencia está escrita con mala índole y extraña que algunos magistrados hayan caído en ese juego, pero es ajustada a derecho; de ahí la unanimidad. Es lamentable que los que piden ahora, incluso desde el Gobierno, respeto para la sentencia y para la independencia judicial son los mismos que hace unos meses jaleaban una cruzada contra Garzón por investigar la trama Gürtel y deslegitimaban al TC por sus sentencias sobre Bildu o sobre el Estatut. La próxima pieza a cazar seguramente será el juez Castro que instruye el caso Palma Arena.


Qué difícil se hace la democracia cuando se enarbola sin inconveniente alguno la bandera del Estado de derecho en una mano y en la otra la de que el fin justifica los medios, sea la enseña de Guantánamo o la de Cuba.

 

viernes 3 de febrero de 2012


Terrorismo económico - Francisco J. Bastida

Francisco J. Bastida
Acabada la «guerra fría» los gobiernos occidentales centraron su defensa de una sociedad libre en la lucha contra el terrorismo político de diverso pelaje, ya revestido de nacionalismo independentista ya de fundamentalismo religioso. Se olvidaron del terrorismo económico. Pero si alguien ha puesto de rodillas a gobiernos democráticos y a la ciudadanía son los mercenarios del sistema financiero internacional. La calificación de esta actuación como terrorista no es ninguna exageración a la vista del pánico creado y del devastador resultado conseguido. El poder político secuestrado y sometido al poder económico y la sociedad más empobrecida y desprotegida, llena de incertidumbre sobre el futuro laboral y patrimonial de sus miembros.

En aras de la defensa de la sociedad libre se ha justificado una amplia restricción de libertades civiles y de sus garantías, mientras se auspiciaba el mayor liberalismo económico de la historia. Libre circulación de capitales y mínimo control mercantil, bursátil y financiero. La privacidad y opacidad de las empresas han tenido un respaldo público en proporción inversa al amparo de la intimidad y del secreto de las comunicaciones de los ciudadanos. Esto ha propiciado no sólo movimientos especulativos de enormes dimensiones, sino que, al calor de ellos, el poder financiero ha penetrado con absoluto descaro en el poder político y éste se ha dejado querer y corromper. La crisis de Enron, el gigante norteamericano de la energía, explota poco después del 11-S y es una muestra a pequeña escala de lo que ahora sucede a nivel mundial. Fraude fiscal, corrupción, financiación irregular de candidatos a la presidencia, especulación, sustracción de activos, ruina de los accionistas, miles de trabajadores en paro.

El caso Enron no sirvió de escarmiento, sino que fue ejemplo de otras aventuras empresariales y bancarias, avaladas por agencias auditoras que, lejos de ser independientes, estaban al servicio de sus clientes, facilitándoles el maquillaje de sus cuentas, y siempre bajo la impunidad que ofrecía una estrecha connivencia entre poder económico y poder político. No deja de ser irritante que estas agencias de calificación, como Moody's y Standar&Poor's, que estaban en el ajo de esa corrupción, sean ahora las que ponen nota a nuestra deuda pública, favoreciendo una vez más movimientos especulativos de cuya ganancia no son ajenas. La zorra cuidando las gallinas, como cuando se nombró a Josu Ternera miembro de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento vasco.

¿Qué hacen Estados Unidos, la Unión Europea y España? Lo que ve el común de los mortales es que han puesto a disposición de los bancos una ingente cantidad de dinero para sellar los agujeros creados por su frivolidad financiera, y a peor gestión, más dinero. Todo ello sin exigir a sus autores responsabilidades de ningún tipo, ni penales ni civiles. Apenas se han hecho normas que disciplinen de verdad el sistema financiero y a la vista está que, después de casi tres años de desastre económico, no cesan los ataques especulativos al euro ni a la economía de los países en situación más delicada. Da la impresión de que se paga un rescate que sirve para sanear las próximas presas del terrorismo económico, cómodamente instalado en consejos de administración.

Por el camino queda un sistema democrático maltrecho, horadado por la corrupción, humillado por los poderes económicos y con gobiernos desacreditados por hacer recaer el saneamiento de la deuda en los inocentes ciudadanos.

Si la dedicación que se presta a combatir el terrorismo político se aplicase con igual intensidad a perseguir los santuarios del terrorismo económico (paraísos fiscales, ingenierías contables, burbujas.com, hipotecas basura, volatilidad bursátil y demás) la democracia no estaría en riesgo y los ciudadanos creerían en sus instituciones. Lamentablemente, se tiene la sensación de que las medidas anticrisis son semejantes a las establecidas en los aeropuertos para ahuyentar a los terroristas. Despelotan a uno, teniendo que dejar en la bandeja el puesto de trabajo, un despido más barato, una sustancial rebaja salarial, además de la cartera para pagar más impuestos, pero nada impide que, pasando por la zona «vip», se pueda seguir secuestrando al país.

 

MANUEL FRAGA - FRANCISCO J. BASTIDA

Manuel Fraga Iribarne
Con el morren tres facianas  distintas e un só Fraga verdadeiro. O Fraga franquista, que nunca renunciou á ditadura nin renegou do seu paso por ela. O Fraga constitucionalista, capaz de encarreirar á dereita máis pertinaz cara á senda democrática e o Fraga populista, defensor da autonomía galega, amasador de maiorías absolutas combinando o barrete coa boina. Todo nel foi un exceso de vehemencia e de ímpeto irresistible, multiplicado pola súa gran capacidade de traballo. Un intelectual que, máis que ler, deglutía libros, ao extremo de que o gran xurista conservador Carl Schmitt dicía del –e perdoen a súa linguaxe-- que era como os cabalos, "tal cal o come, tal cal o caga", referíndose a que non dixería nin repousaba as súas lecturas. Esta controvertida personalidade de Fraga inspirou uns coñecidos versos:

Fai un tremendo ruído cando pensa
aínda que pensar, pensar, non pensa nada
e volve en maratón cada xornada
porque a nada sexa máis intensa.


Un político, D. Manuel, que propagou que España era diferente e que as liberdades había que exercelas dentro dunha orde sen liberdade. A ditadura foi tan brutal que unha persoa autoritaria como Fraga parecía ser unha fenda liberal, ao protagonizar unha mínima apertura en información e en turismo. Mentres montaba unha xigantesca campaña enxalzando os XXV anos de paz baixo Franco, é dicir, loa a unha ditadura sen adxetivos, impulsaba unha tímida liberdade de prensa, que, aínda que eliminaba a censura previa, sometía ao férreo control do ministro a información difundida. O seu lema podería ser a coñecida frase de Billy Wilder, "cando queira saber a súa opinión, xa lla darei" e, habería que engadir, "e si non, atéñase ás consecuencias".

Apuntouse ao postfranquismo de Arias Navarro como ministro da Gobernación, ou sexa, de Interior, onde deixou o seu impronta coa famoso expresión, "a rúa é miña", nun frustrado intento represivo de poñerlle portas a un campo que xa deixaba de pertencerlle.

Foi un político contraditorio, como Casimir Périer, que na súa vida, dacabalo entre os século XVIII e XIX, encarnou a resistencia á monarquía burguesa, pero á vez traballou cos doutrinarios. Dicíase del que estaba falto de sutileza e empaquetado, pero que tiña instinto. Segundo o historiador e amigo Guizot, era un burgués "que predicaba con tal violencia a orde que xamais se exhortou á desorde en términos máis vehementes" e que cando afirmaba a paz facíao en ton tan perentorio que "a política guerreira non falase doutra sorte".

Con todo, Fraga soubo adaptarse á democracia e colaborou activamente na transición política cara a unha España constitucional. Mérito seu é o ser pai da Constitución desde un partido cuxos dirixentes máis significativos renegaban da democracia e votaron en contra do texto constitucional. Igualmente a el débese que non haxa en España un partido de extrema dereita, porque os afines a estas ideas conviven no seo do Partido Popular, unha vez disolta a Alianza Popular, de composición netamente franquista. Tivo a grandeza de saber irse da dirección do partido, recoñecéndose un lastre para as expectativas electorais das súas correlixionarios, e refuxiouse na política galega.

Desde a Presidencia da Xunta de Galicia logrou redimirse do seu pasado, colleitando maiorías absolutas nun terreo propicio para o caciquismo, que aproveitou para impulsar entre gaitas, empanada, e pimentos de padrón unha imaxe nova de Galicia, tanto do seu turismo (Xacobeo) como da súa industria (Galicia calidade). Na súa última etapa emocionábase con facilidade; afloraban nel sentimentos que parecían crebarlle un carácter indómito. Cuestión de idade, máis que de ideas.

Morre con el unha parte da historia de España. O enterro non pode significar o seu esquecemento.

LA OTRA CRISIS, LA POLITICA - FRANCISCO J. BASTIDA

La crisis económica y sus consecuencias acaparan toda la atención electoral, lo que ha servido a casi todos los partidos para desentenderse de la crisis política que afecta a nuestra democracia. A la ausencia de crédito económico se une la falta de crédito político de los gobernantes y, en general, de la clase política. Pero, como sucedió al principio de la crisis financiera, no se reconoce la gravedad de la crisis política. A su ocultamiento contribuye el propio sistema democrático, porque, haya mucha o poca abstención, siempre habrá el número de diputados, de senadores y de concejales estipulado por la ley. Los mercados castigan la falta de crédito político con el cierre del crédito económico o con la imposición de un elevado interés. El electorado, en cambio, carece de ese instrumento. El grifo del crédito político siempre está aparentemente abierto, porque la abstención no cuenta y porque el voto se utiliza cada vez más como castigo o rechazo de quien no merece confianza, pero automáticamente eso redunda en beneficio de las demás opciones. El resultado es que siempre hay quien triunfa. Pero ganar elecciones no implica necesariamente ganar crédito político en la misma proporción. La existencia de procesos electorales periódicos garantiza la elección de representantes, pero no comporta que la democracia goce de buena salud. La prueba está en que las encuestas más fiables reiteradamente señalan a los principales actores políticos, los partidos, como una de las instituciones peor valoradas.

Lo grave es que el asunto tiene mal arreglo, porque, como sucede con la crisis económica, los causantes de la crisis política son los que tienen en sus manos ponerle remedio. La cuestión clave es que hemos pasado de una democracia de partidos a un Estado de los partidos. La Constitución considera a los partidos como un instrumento fundamental de participación política y para la formación de la voluntad popular. Sin embargo, a través de sus candidatos electos, las formaciones políticas se han adueñado del poder público, en algunos casos en sentido literal. La corrupción de cargos públicos no es una patología del sistema, sino la consecuencia esperable de un sistema enfermo que la propicia.

La primera deficiencia de nuestra democracia es la desconsideración constitucional hacia la ciudadanía, tratándola en asuntos de participación política como un sujeto vulnerable e inmaduro. El resultado es la desconfianza hacia los instrumentos de democracia directa. La iniciativa legislativa popular reducida a la mínima expresión y los contados supuestos de referéndum sólo excepcionalmente disponen la obligación de su convocatoria o su carácter vinculante. La segunda deficiencia es un sistema electoral que propicia el férreo control de la representación por los partidos, al ser las candidaturas cerradas y bloqueadas, y, además, causante de una representación distorsionada. No sólo beneficia en un alto porcentaje a los dos grandes partidos, sino que permite una proporcionalidad inversa, es decir, que un partido globalmente con más votos puede tener menos escaños que otro que ha recibido muchos menos votos. Año tras año, la tercera fuerza política en número de votos es la quinta o la sexta en número de diputados. Esta perversión democrática no sólo perjudica al partido afectado y a sus electores, también a los pactos de gobernabilidad, que acaban haciéndose con partidos nacionalistas, al preterirse artificialmente a la tercera fuerza política.
En treinta años de democracia los partidos, a través de sus parlamentarios, han tejido una legislación que les ha permitido el control de la representación. Las medidas antitransfuguismo han acabado por ser instrumentos de disciplina de partido. Pero más grave es su poder de ocupación de la Administración, con cada vez más cargos de confianza o de libre designación, y de presencia en empresas y fundaciones públicas de muy variada especie. Las cajas de ahorros son en las circunstancias actuales el mejor ejemplo. Además, han contribuido a crear un entramado empresarial nacional, autonómico y local que no sólo les ha servido para su financiación irregular, sino también como oficina de empleo de los afines al partido. Se ha acabado por establecer una red político-empresarial de socorros mutuos. Esto ha derivado en no pocos casos en empresas fantasmas creadas exclusivamente para el saqueo consentido de las arcas públicas.

La voracidad por controlar el Estado ha llevado a los dos grandes partidos a tergiversar el sentido constitucional de las mayorías cualificadas y a no respetar los presupuestos de independencia del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, repartiéndose los nombramientos directa o indirectamente, de manera que hoy es común hablar de jueces conservadores o jueces progresistas en función de quienes los han propuesto para el cargo.
Como la serpiente que quiere mudar su piel, los partidos mayoritarios, una vez que ocupan las instituciones, sienten su régimen jurídico como incordio. Sintiéndose los depositarios de la soberanía nacional, reniegan de los procedimientos constitucionales que puedan suponer un estorbo en sus decisiones, sobre todo cuando tienen mayoría absoluta o cuando las pactan con otros. La reciente reforma de la Constitución es viva muestra de ello. Una vez concertada entre el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición, todo lo demás se presenta como un obstáculo procesal, meros formalismos, para realizarla.

En campaña electoral sólo sale a relucir la baja calidad de la democracia para echarle la culpa al contrario o para ejercer los candidatos de tartufos, con falsos propósitos de enmienda. Escuchamos a Gallardón decir que hay que acabar con las injerencias en el Poder Judicial después de lo que su partido ha hecho con el Tribunal Constitucional es un insulto a los ciudadanos. También lo es escuchar a Rubalcaba decir que hay que cambiar el sistema electoral para hacerlo más proporcional. De la corrupción ya nadie habla, para que el argumento no se vuelva en su contra.

La política ha hincado la rodilla ante el poder económico, y los tecnócratas criados en los bancos se convierten con su acceso al Gobierno en criados políticos de los mercados. Primero Grecia y ahora Italia. Cuando más necesaria es la autoridad moral de la política para poner orden en el desbarajuste económico y poder exigir sacrificios solidarios, los grandes partidos nacionales y autonómicos se han encargado de desarmar la democracia. Mariano Rajoy ha cosechado una mayoría histórica el 20 N, pero eso no hará cambiar las encuestas sobre el crédito que merecen los partidos; sólo el signo de la red clientelar. La democracia ya no es lo que era y cada vez importa menos a quienes tienen el deber de legitimarla.

 

jueves 26 de enero de 2012


EL DESPRECIO POLITICO AL FUNCIONARIADO - FRANCISCO BASTIDA FREIJEDO

Francisco Bastida Freijedo
Con el funcionariado está sucediendo lo mismo que con la crisis económica. Las víctimas son presentadas como culpables y los auténticos culpables se valen de su poder para desviar responsabilidades, metiéndoles mano al bolsillo y al horario laboral de quienes inútilmente proclaman su inocencia. Aquí, con el agravante de que al ser unas víctimas selectivas, personas que trabajan para la Administración pública, el resto de la sociedad también las pone en el punto de mira, como parte de la deuda que se le ha venido encima y no como una parte más de quienes sufren la crisis. La bajada salarial y el incremento de jornada de los funcionarios se aplaude de manera inmisericorde, con la satisfecha sonrisa de los gobernantes por ver ratificada su decisión.

Detrás de todo ello hay una ignorancia supina del origen del funcionariado. Se envidia de su status -y por eso se critica- la estabilidad que ofrece en el empleo, lo cual en tiempos de paro y de precariedad laboral es comprensible; pero esta permanencia tiene su razón de ser en la garantía de independencia de la Administración respecto de quien gobierne en cada momento; una garantía que es clave en el Estado de derecho. En coherencia, se establece constitucionalmente la igualdad de acceso a la función pública, conforme al mérito y a la capacidad de los concursantes. La expresión de ganar una plaza «en propiedad» responde a la idea de que al funcionario no se le puede «expropiar» o privar de su empleo público, sino en los casos legalmente previstos y nunca por capricho del político de turno. Cierto que no pocos funcionarios consideran esa «propiedad» en términos patrimoniales y no funcionales y se apoyan en ella para un escaso rendimiento laboral, a veces con el beneplácito sindical; pero esto es corregible mediante la inspección, sin tener que alterar aquella garantía del Estado de derecho.

Los que más contribuyen al desprecio de la profesionalidad del funcionariado son los políticos cuando acceden al poder. Están tan acostumbrados a medrar en el partido a base de lealtades y sumisiones personales, que cuando llegan a gobernar no se fían de los funcionarios que se encuentran. Con frecuencia los ven como un obstáculo a sus decisiones, como burócratas que ponen objeciones y controles legales a quienes piensan que no deberían tener límites por ser representantes de la soberanía popular. En caso de conflicto, la lealtad del funcionario a la ley y a su función pública llega a interpretarse por el gobernante como una deslealtad personal hacia él e incluso como una oculta estrategia al servicio de la oposición. Para evitar tal escollo han surgido, cada vez en mayor número, los cargos de confianza al margen de la Administración y de sus tablas salariales; también se ha provocado una hipertrofia de cargos de libre designación entre funcionarios, lo que ha suscitado entre éstos un interés en alinearse políticamente para acceder a puestos relevantes, que luego tendrán como premio una consolidación del complemento salarial de alto cargo. El deseo de crear un funcionariado afín ha conducido a la intromisión directa o indirecta de los gobernantes en procesos de selección de funcionarios, influyendo en la convocatoria de plazas, la definición de sus perfiles y temarios e incluso en la composición de los tribunales. Este modo clientelar de entender la Administración, en sí mismo una corrupción, tiene mucho que ver con la corrupción económico-política conocida y con el fallo en los controles para atajarla.

Estos gobernantes de todos los colores políticos, pero sobre todo los que se tildan de liberales, son los que, tras la perversión causada por ellos mismos en la función pública, arremeten contra la tropa funcionarial, sea personal sanitario, docente o puramente administrativo. Si la crisis es general, no es comprensible que se rebaje el sueldo sólo a los funcionarios y, si lo que se quiere es gravar a los que tienen un empleo, debería ser una medida general para todos los que perciben rentas por el trabajo sean de fuente pública o privada. Con todo, lo más sangrante no es el recorte económico en el salario del funcionario, sino el insulto personal a su dignidad. Pretender que trabaje media hora más al día no resuelve ningún problema básico ni ahorra puestos de trabajo, pero sirve para señalarle como persona poco productiva. Reducir los llamados «moscosos» o días de libre disposición -que nacieron en parte como un complemento salarial en especie ante la pérdida de poder adquisitivo- no alivia en nada a la Administración, ya que jamás se ha contratado a una persona para sustituir a quien disfruta de esos días, pues se reparte el trabajo entre los compañeros. La medida sólo sirve para crispar y desmotivar a un personal que, además de ver cómo se le rebaja su sueldo, tiene que soportar que los gobernantes lo estigmaticen como una carga para salir de la crisis. Pura demagogia para dividir a los paganos. En contraste, los políticos en el poder no renuncian a sus asesores ni a ninguno de sus generosos y múltiples emolumentos y prebendas, que en la mayoría de los casos jamás tendrían ni en la Administración ni en la empresa privada si sólo se valorasen su mérito y capacidad. Y lo grave es que no hay propósito de enmienda. No se engañen, la crisis no ha corregido los malos hábitos; todo lo más, los ha frenado por falta de financiación o, simplemente, ha forzado a practicarlos de manera más discreta.