La crisis económica y sus consecuencias acaparan toda la atención electoral, lo que ha servido a casi todos los partidos para desentenderse de la crisis política que afecta a nuestra democracia. A la ausencia de crédito económico se une la falta de crédito político de los gobernantes y, en general, de la clase política. Pero, como sucedió al principio de la crisis financiera, no se reconoce la gravedad de la crisis política. A su ocultamiento contribuye el propio sistema democrático, porque, haya mucha o poca abstención, siempre habrá el número de diputados, de senadores y de concejales estipulado por la ley. Los mercados castigan la falta de crédito político con el cierre del crédito económico o con la imposición de un elevado interés. El electorado, en cambio, carece de ese instrumento. El grifo del crédito político siempre está aparentemente abierto, porque la abstención no cuenta y porque el voto se utiliza cada vez más como castigo o rechazo de quien no merece confianza, pero automáticamente eso redunda en beneficio de las demás opciones. El resultado es que siempre hay quien triunfa. Pero ganar elecciones no implica necesariamente ganar crédito político en la misma proporción. La existencia de procesos electorales periódicos garantiza la elección de representantes, pero no comporta que la democracia goce de buena salud. La prueba está en que las encuestas más fiables reiteradamente señalan a los principales actores políticos, los partidos, como una de las instituciones peor valoradas.
Lo grave es que el asunto tiene mal arreglo, porque, como sucede con la crisis económica, los causantes de la crisis política son los que tienen en sus manos ponerle remedio. La cuestión clave es que hemos pasado de una democracia de partidos a un Estado de los partidos. La Constitución considera a los partidos como un instrumento fundamental de participación política y para la formación de la voluntad popular. Sin embargo, a través de sus candidatos electos, las formaciones políticas se han adueñado del poder público, en algunos casos en sentido literal. La corrupción de cargos públicos no es una patología del sistema, sino la consecuencia esperable de un sistema enfermo que la propicia.
La primera deficiencia de nuestra democracia es la desconsideración constitucional hacia la ciudadanía, tratándola en asuntos de participación política como un sujeto vulnerable e inmaduro. El resultado es la desconfianza hacia los instrumentos de democracia directa. La iniciativa legislativa popular reducida a la mínima expresión y los contados supuestos de referéndum sólo excepcionalmente disponen la obligación de su convocatoria o su carácter vinculante. La segunda deficiencia es un sistema electoral que propicia el férreo control de la representación por los partidos, al ser las candidaturas cerradas y bloqueadas, y, además, causante de una representación distorsionada. No sólo beneficia en un alto porcentaje a los dos grandes partidos, sino que permite una proporcionalidad inversa, es decir, que un partido globalmente con más votos puede tener menos escaños que otro que ha recibido muchos menos votos. Año tras año, la tercera fuerza política en número de votos es la quinta o la sexta en número de diputados. Esta perversión democrática no sólo perjudica al partido afectado y a sus electores, también a los pactos de gobernabilidad, que acaban haciéndose con partidos nacionalistas, al preterirse artificialmente a la tercera fuerza política.
En treinta años de democracia los partidos, a través de sus parlamentarios, han tejido una legislación que les ha permitido el control de la representación. Las medidas antitransfuguismo han acabado por ser instrumentos de disciplina de partido. Pero más grave es su poder de ocupación de la Administración, con cada vez más cargos de confianza o de libre designación, y de presencia en empresas y fundaciones públicas de muy variada especie. Las cajas de ahorros son en las circunstancias actuales el mejor ejemplo. Además, han contribuido a crear un entramado empresarial nacional, autonómico y local que no sólo les ha servido para su financiación irregular, sino también como oficina de empleo de los afines al partido. Se ha acabado por establecer una red político-empresarial de socorros mutuos. Esto ha derivado en no pocos casos en empresas fantasmas creadas exclusivamente para el saqueo consentido de las arcas públicas.
La voracidad por controlar el Estado ha llevado a los dos grandes partidos a tergiversar el sentido constitucional de las mayorías cualificadas y a no respetar los presupuestos de independencia del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, repartiéndose los nombramientos directa o indirectamente, de manera que hoy es común hablar de jueces conservadores o jueces progresistas en función de quienes los han propuesto para el cargo.
Como la serpiente que quiere mudar su piel, los partidos mayoritarios, una vez que ocupan las instituciones, sienten su régimen jurídico como incordio. Sintiéndose los depositarios de la soberanía nacional, reniegan de los procedimientos constitucionales que puedan suponer un estorbo en sus decisiones, sobre todo cuando tienen mayoría absoluta o cuando las pactan con otros. La reciente reforma de la Constitución es viva muestra de ello. Una vez concertada entre el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición, todo lo demás se presenta como un obstáculo procesal, meros formalismos, para realizarla.
En campaña electoral sólo sale a relucir la baja calidad de la democracia para echarle la culpa al contrario o para ejercer los candidatos de tartufos, con falsos propósitos de enmienda. Escuchamos a Gallardón decir que hay que acabar con las injerencias en el Poder Judicial después de lo que su partido ha hecho con el Tribunal Constitucional es un insulto a los ciudadanos. También lo es escuchar a Rubalcaba decir que hay que cambiar el sistema electoral para hacerlo más proporcional. De la corrupción ya nadie habla, para que el argumento no se vuelva en su contra.
La política ha hincado la rodilla ante el poder económico, y los tecnócratas criados en los bancos se convierten con su acceso al Gobierno en criados políticos de los mercados. Primero Grecia y ahora Italia. Cuando más necesaria es la autoridad moral de la política para poner orden en el desbarajuste económico y poder exigir sacrificios solidarios, los grandes partidos nacionales y autonómicos se han encargado de desarmar la democracia. Mariano Rajoy ha cosechado una mayoría histórica el 20 N, pero eso no hará cambiar las encuestas sobre el crédito que merecen los partidos; sólo el signo de la red clientelar. La democracia ya no es lo que era y cada vez importa menos a quienes tienen el deber de legitimarla.