En efecto, la exigencia de equilibrio financiero ya existe desde 2001 en una ley General de Estabilidad Presupuestaria, cuyo texto, tras diversas reformas, se refundió en 2007 y está vigente. Su incumplimiento reiterado no se soluciona poniendo una cláusula general en la Constitución; primero, porque podría incumplirse también y, segundo, porque su enunciado será tan genérico que su concreción se remitirá a una ley orgánica, tal como se prevé en el acuerdo alcanzado por el Gobierno, el PSOE y el PP. Si lo que se pretende es adecuar los márgenes del déficit estructural público a los que establezca la Unión Europea, para eso no hace falta reformar la Constitución, y según cómo se disponga en la UE, ni siquiera una transposición en una ley estatal.
Se argumenta que poner en la Constitución la exigencia de limitar el déficit público es un mensaje de seriedad que se envía a los mercados, pero esto no pasa de ser un operación de imagen, de fuegos artificiales. Lo que da tranquilidad a los mercados es la credibilidad en el cumplimiento de la ley de Estabilidad, venga o no obligada por la Unión Europea y no una cláusula inscrita en la Constitución. Además, mal se van a calmar los mercados con este maquillaje constitucional si, como se prevé, la limitación presupuestaria sólo será efectiva en el año 2020.
Merkel ha instado a Zapatero a esta reforma, pero España no es un país federal, como Alemania. Si uno de los problemas del déficit es el endeudamiento de las comunidades autónomas, no es necesario que la Constitución establezca un techo al gasto público para que sea de obligado cumplimiento por éstas. El Estado tiene, según la Constitución, competencia exclusiva para regular las bases y para coordinar la planificación general de la actividad económica (art. 149.1.13) y puede adoptar las medidas necesarias para forzar a aquéllas al cumplimiento forzoso de sus obligaciones (dispuestas ya en la vigente ley General de Estabilidad Presupuestaria) o para la protección del interés general de España (art. 155.1).
La cláusula que se introduzca en la Constitución acabará siendo una obviedad, porque no fijará el porcentaje de desviación del déficit y además contará con excepciones. Quedará no como una regla que cumplir, sino como un principio de equilibrio presupuestario que ha de tenerse en cuenta. El meollo de la cuestión estará en la ley orgánica que la concrete. Si esto es así, no habría que ponerse en pie de guerra, como si se tratase del fin del Estado social, tal como gesticulan los sindicatos. El miedo es que la cláusula sirva de excusa para recortar el gasto social, pero eso es engañarse tanto como pensar que los mercados quedan tranquilizados por la reforma constitucional. El gasto social se reducirá si no se quiere equilibrar el presupuesto con un aumento de ingresos o si se orienta el gasto hacia medidas que desatiendan las políticas sociales. El PP presume de ser el adalid del déficit cero, pero ahí están las comunidades autónomas gobernadas por sus dirigentes o el Ayuntamiento de Madrid, para demostrar lo contrario. El despilfarro no es de los gobiernos socialistas ni todo déficit se debe al despilfarro, pero la derecha y la propia izquierda han ayudado a cultivar la imagen de que el equilibrio presupuestario es de derechas y el endeudamiento público es de izquierdas. Por eso el PP se ha apuntado presto a esta reforma constitucional que le sirve de propaganda de su ideología liberal, a la vez que de descrédito de un Gobierno que entra en el redil de la ortodoxia económica de los mercados.
Lo que indigna no es el contenido de la reforma constitucional Es la forma de hacerla. Una improvisación del presidente Zapatero y una frivolidad del Gobierno y del PP, a la que se suma el PSOE. En cuatro años Gobierno y oposición han sido incapaces de revisar la Constitución en asuntos en los que aparentemente estaban de acuerdo, y al final de la legislatura, poniéndole voz a los deseos de Merkel, el Presidente sorprendió con una propuesta que nunca estuvo encima de la mesa. La ocurrencia asombra incluso a su propio partido, teniendo que aceptar el candidato Rubalcaba la idea de la reforma, una vez que ya habían llegado a un acuerdo Zapatero y Rajoy. El asunto es grave porque refleja el desprecio hacia las formas democráticas y a lo que representa la Constitución, que es tratada como si fuese un decreto-ley que hay que despachar en dos días, sin apenas debate. Todo ello en una legislatura ya conclusa y con unas elecciones a tres meses, que es el escenario adecuado para que democráticamente los partidos propongan y debatan con la ciudadanía sus proyectos de reforma constitucional.
El referéndum no tendría que convocarse para pronunciarse sobre una reforma cuyo contenido podría ser de general aceptación. Pero, dadas las circunstancias, sí es conveniente, pese al gasto que supone, para rechazar el procedimiento seguido, un apaño en la oscuridad entre dos líderes políticos para una reforma innecesaria. Puede que los diputados del PSOE y del PP se comporten como súbditos de sus partidos y apoyen la reforma, pero los ciudadanos tienen derecho a afirmar su condición de tales.
Zapatero remató la soga con la que colgar a Rubalcaba y a su partido. Este arrebato de última hora es una de sus más grandes equivocaciones, pero parece que no quiso irse sin dejar constancia de que es un hombre de Estado. Lamentablemente, ha sucumbido a la tentación de hacerse una estatua para la historia con la Constitución como pedestal. Que las palomas hagan su trabajo.