lunes, 13 de febrero de 2012

Garzón, ¿la condena a una persona o al personaje? - Francisco J. Bastida

Baltasar Garzón Real
La condena a Garzón ha suscitado las más encontradas reacciones. Para mal, más que para bien, el exjuez levanta pasiones y desde el principio se vio que el juicio al personaje iba a oscurecer el juicio a la persona. A ello contribuyó el TS, no aceptando las recusaciones de dos magistrados pedidas por el procesado. Puede que la denegación estuviera ajustada a derecho, pero, dadas las circunstancias del caso y su dimensión política y social, hubiera sido oportuno que no pesara en el TS la carga de la duda sobre la imparcialidad de algunos de sus miembros, cuya mala relación con Garzón parece evidente. Si a ello se añade que el TS encadena tres procesos seguidos contra el juez, las sospechas afloran por doquier.

No obstante, la unanimidad con la que se dicta la sentencia condenatoria permite orillar la crítica sobre la persecución del TS contra Garzón, salvo que se piense como Jiménez Villarejo que "el Supremo es una casta al servicio de la venganza". Una grave denuncia que requeriría de pruebas para que no quedase en un exabrupto, impropio del que fue Fiscal Anticorrupción. Lo que sí se pone de manifiesto en la sentencia es el deseo de darle una lección a Garzón y desde el principio de la exposición de los hechos la resolución se esmera en dejar constancia no sólo de lo que hizo el procesado, sino también de lo que dejó de hacer.


El problema de Garzón es que con frecuencia no era meticuloso en su labor instructora y un juez debe serlo siempre, pero más si sabe que levanta celos y recelos en la carrera judicial y, sobre todo, si instruye procesos en los que por su importancia debe lidiar con abogados expertos, que saben encontrar abundante munición procesal en los descuidos de la Administración de Justicia.

El repaso político y moral que el TS le quiere dar a Garzón en la sentencia no consiste sólo en señalarle como un mal juez instructor. Al hilo de la argumentación jurídica le acusa de actuar como un inquisidor que, so pretexto de que el fin justifica cualquier medio, ignora deliberadamente las garantías constitucionales que un Estado de derecho da a los procesados. No le podía el Supremo decir peor cosa a Garzón que él, paladín de los derechos humanos y luchador judicial contra los delitos de lesa humanidad de las dictaduras, es condenado por actuar como si estuviera en una de ellas.


Lo cierto es que se le condena por haber dictado dos resoluciones, sobre toda la segunda, a sabiendas de que no eran conformes a derecho y, además, vulnerando con ellas de plano el derecho fundamental de defensa de los procesados y de sus abogados. A la vista de los hechos y del contenido y alcance de las dos resoluciones es difícil sostener la no culpabilidad de Garzón.


No obstante, el TS hace una interpretación incorrecta del precepto de la Ley Penitenciaria que permite las escuchas bajo autorización judicial de las conversaciones entre abogado y cliente, porque las restringe sólo al supuesto de terrorismo. La doctrina del TC es más bien que, incluso en casos de terrorismo, las escuchas han de hacerse mediante autorización judicial, no bastando una resolución administrativa, pero que, mediando autorización judicial, pueden realizarse para cualquier tipo de delito si se cumplen determinadas condiciones. El TS opta por aquel criterio más restrictivo y eso hace que Garzón aparezca con nitidez como un prevaricador, pues ordenó escuchas abogado–cliente en un caso como Gürtel, que nada tiene que ver con el terrorismo. Aquí podría haber concluido la sentencia condenatoria, pero esto impediría al TS el regodeo de impartir clase de Estado de derecho a Garzón. Por eso deja a un lado su criterio restrictivo y se afana en mostrar cómo Garzón no se molestó en indagar si había indicios delictivos en la conducta de los abogados con sus clientes. Además, por esta vía argumental el terreno es mucho más firme.


Tanto el TC como el TEDH y el propio TS en otras sentencias han dejado claro que no es suficiente una autorización judicial para intervenir dichas conversaciones y el juez tiene que exponer qué indicios delictivos se ven, abogado por abogado y en relación con sus clientes, para justificar la orden de escucha o de lectura de sus comunicaciones. Garzón encontró indicios criminales en uno de los abogados, pero mandó grabar indiscriminadamente a todos, e incluso prorrogó la autorización de las escuchas sin prever que los procesados pudieran cambiar de letrados por otros que nada tuvieran que ver con la trama, como así sucedió.


Es posible que en otras circunstancias y con otros personajes el proceso hubiera acabado con la consideración de que el juez fue negligente, víctima de la rutina judicial del "corta y pega" una resolución por otra, y que su conducta sólo era merecedora de una sanción por el Consejo General del Poder Judicial, al no estar en su ánimo perjudicar el derecho de defensa de los procesados; tan sólo el de saber si éstos pretendían utilizar a sus abogados para blanquear dinero. Pero lo cierto es que la falta de suficiente motivación de la resolución implica por sí misma una lesión del derecho fundamental de defensa. Este hipotético trato indulgente sería parecido al que tendría la policía de tráfico cuando a uno lo detiene por un adelantamiento indebido y sólo le amonesta, perdonándole la multa. 


Pero la infracción existe y es grave porque puede tener serias consecuencias para el que venga en sentido contrario.

Lo único que querría el ciudadano, como cuando le ponen la multa a él y no a otros que hacen lo mismo, es que este rigor con el que ha actuado el TS contra Garzón se aplicase siempre, comenzando por el propio TS, y seguramente no pocos de sus miembros tendrían que haber colgado ya la toga por dictar sentencias igualmente merecedoras del reproche de prevaricación como las del caso Parot, o las que resolvieron de distinta manera el caso Botín y el caso Atutxa.


En fin, la sentencia está escrita con mala índole y extraña que algunos magistrados hayan caído en ese juego, pero es ajustada a derecho; de ahí la unanimidad. Es lamentable que los que piden ahora, incluso desde el Gobierno, respeto para la sentencia y para la independencia judicial son los mismos que hace unos meses jaleaban una cruzada contra Garzón por investigar la trama Gürtel y deslegitimaban al TC por sus sentencias sobre Bildu o sobre el Estatut. La próxima pieza a cazar seguramente será el juez Castro que instruye el caso Palma Arena.


Qué difícil se hace la democracia cuando se enarbola sin inconveniente alguno la bandera del Estado de derecho en una mano y en la otra la de que el fin justifica los medios, sea la enseña de Guantánamo o la de Cuba.