José Luís Martín Palacín |
La democracia representativa concitó grandes esperanzas y concretó importantes logros del Estado Social de Derecho que proclama su Constitución. Desde los Pactos de la Moncloa, el Estatuto de los Trabajadores, el Pacto de Toledo, la universalización de la Sanidad y la Enseñanza públicas, la ley de Dependencia… O el afianzamiento de los Derechos Civiles con las leyes de divorcio, de matrimonio homosexual, la despenalización del aborto, la abolición de la pena de muerte y de la cadena perpetua. Pero treinta y cinco años pasan página de generación: los ciudadanos de menos de 50 años no intervinieron en el proceso de fundación de esa democracia: significa que un 56% de la población actual con edad de votar no participó en el referéndum de la Constitución, y conforma un segmento para el que la vida en democracia no constituye un punto de comparación con algo peor, sino con aspiraciones mayores.
En tiempos de bonanza, la ideología del bienestar hacía que cada ciudadano se sintiera perteneciente a una clase media alta, deslumbrada por el icono del chalet, unos metros de césped y piscina, y un coche flamante, aunque estuvieran inscritos en la lista de activos tóxicos. Pero la crisis hizo bajar la marea y dejó al descubierto el desastre de esa ideología de neón que ocultaba los desmanes de la corrupción, la inconfesable razón de Estado, la apropiación de lo público a favor de intereses particulares, y hasta la insuficiencia, la inconveniencia e incluso el carácter nocivo de leyes que se han aprobado o se han dejado pervivir durante la etapa democrática. Véase, por ejemplo, la ley hipotecaria.
Hoy, nuestros tribunos despiertan del sueño del poder atrincherados en las instituciones democráticas: la sede de la soberanía popular fuertemente “protegida” por legiones policiales, o el escándalo porque los representados quieran acceder directamente a sus representantes, son un trágico símbolo de nuestro fracaso. Igual que los próceres romanos refugiaban sus temores tras las murallas metropolitanas mientras esperaban la llegada de los bárbaros, nuestros mandatarios se parapetan tras las urnas. Su actitud se sitúa a mitad de camino entre el miedo y la insolencia: enfrascados en el ejercicio de su poder, no acaban de comprender que están perdiendo el respeto, e incluso ganando el desprecio de los ciudadanos. De manera suicida siguen ahondando –denodada, voluntaria o involuntariamente- el abismo de separación con la sociedad.
En los sesenta, Marcuse mantenía que las metrópolis tenían que ser salvadas por las colonias: los bárbaros del tercer mundo que habían de establecer unas nuevas relaciones sociales, políticas e internacionales. Su profecía quedó quebrada por la imposición, a sangre y fuego, de las estrictas normas del capitalismo salvaje defendido por gente como Thatcher, Reagan, o el propio Pinochet. Ahora ese tercer mundo reside en las metrópolis. Los bárbaros dentro de las murallas, manifestando por las calles su defensa de nuestro Estado Social de Derecho, que la mayoría de los tribunos quieren sacar a subasta. Tribunos y mandatarios saben que la posición que pretenden mantener tiene los días contados, y que la situación límite a la que han llevado a nuestra sociedad hace inevitable la llegada de los bárbaros, en cuyas reivindicaciones hay muchas claves para hallar la soluciones que necesitamos.
Pero el abismo es tal, la desconfianza de los propios bárbaros sobre el sistema del imperio está tan arraigada, que corremos el peligro de situarnos en el vacío, justo en medio de una crisis que nos exige alternativas. Para no caer en el antimodelo italiano -los bárbaros de Grillo representando poco más que el descontento de sus electores, pero sin sumarse a construir alternativas de gobierno-, se hace imprescindible salir al encuentro de esa ciudadanía pujante y activa. Y negociar nuevas bases para fundamentar el Estado Social de Derecho sobre unos principios claros de mayor representatividad y participación, con una limpieza a fondo de los corruptos y fantoches que ensucian la escena pública, y con unas alternativas sociales y económicas que desmarquen la acción política del servilismo respecto a los poderes financieros, religiosos e involucionistas. Con una transparencia no fingida, que acabe con las burocracias en el funcionamiento de instituciones, partidos y sindicatos y que permita un control efectivo de los ciudadanos.
Por fortuna nuestros bárbaros, incluso con su paciencia rebasada, tienen talante, alternativas y propuestas para construir el futuro. Para ello nuestros tribunos y mandatarios, y los dirigentes de nuestros partidos políticos, han de despojarse de prejuicios, perder el miedo y abandonar las trincheras. Romper ellos mismos sus sospechosos compromisos con los poderes del imperio, y dejar de alimentar sus temores mientras esperan a los bárbaros.