martes, 26 de febrero de 2013

Las amistades entrañables - Manuel Jabois

 Manuel Jabois
Las amistades peligrosas fueron amistades entrañables. Choderlos de Laclos las retrató en una sociedad perfectamente expuesta en su doble moral como una enorme piel de venado al sol. "Mis placeres y mis obligaciones se unen en una misma persona", escribe Madame de Tourvel. Corinna Zu Sayn-Wittgenstein parece salida de esas correspondencias porque todo en ella tiene la ingravidez de lo supuesto y parece que en cualquier momento va a sacar el abanico y sonreír con un abrecartas de puñito de plata a la espalda. La veo entrando en casa a lo Pistorius, escuchando el ruido de la lavadora y liándose a tiros hasta poner el centrifugado. Posa como una rubia de Mattel y habla como una aristócrata francesa de retiro en Grenoble. En la portada del periódico Corinna mira desde abajo, que es lo que le aconsejaba Howard Hawks a Lauren Bacall para que sus ojos pareciesen más grandes. Al final se los acabó comiendo Bogart.

A Corinna se la presentaron al Rey en una de esas cacerías castellanas en la que gana quien se lleva para casa los cuernos más hermosos. Unos meses después ofreció un empleo a Urdangarin por 200.000 euros anuales. "Sólo traté de encontrarle un trabajo digno". Más que una amistad entrañable aquello fue una rápida complicidad que desató la habitual trama de cariños. A ciertas alturas sociales el cortejo consiste en encontrarle un trabajo al yerno. El Rey y ella se buscaron la ruina entre elefantes abatidos y un testigo dijo de Botswana: "Fue el viaje de dos personas mayores que querían estar en la selva por última vez hablando frente al fuego". No es de extrañar que acto seguido confesase que de Corinna se hubiese enamorado hasta Hemingway.


El destino del Rey se ha escrito siempre entre armas y animales. Las rubias de entonces preferían domarlos con látigo; las de ahora comercian con el rifle al hombro. Una rubia está eximida de pecado y también de delito. Cuando estaban todos ebrios de cerveza un amigo de Pepín Calaza pedía que se le mease en el pelo porque se le ponía rubio y fuerte: «Creíamos que eran cosas de la borrachera hasta que nos enteramos de que las rubias campesinas de Celanova se lavaban el pelo con meo de buey». España no es un país de rubias. Las que hay lo son de falsete y con la edad se cansan de ser rubias y dejan a la vista lo caoba antes de rendirse al moreno natural, por eso en España hay mucha chica que empieza a ser guapa a los cuarenta. Las rubias españolas, si no las ha meado un buey, vienen del norte llenas de dinero y problemas.


Corinna es el alfil sorpresa que Diego Torres ha sacado de los papeles para ponerlo a bailar por el tablero buscando inhóspitamente al Rey. Pero Corinna hoy ha apartado el foco del juzgado y devolverlo a donde estaba: ella es una amiga «entrañable, discreta y leal». Que en el artículo haya más fotos que declaraciones explica el gesto principesco de la señora, su manera sutilísima de abrir la puerta y poner el piececito para decirle a Torres que ella no está sujeta al código de silencio de la Casa Real; sólo le faltaría a los Borbón que se arrogase su distancia. Se dedica a relacionar gente importante, conseguir favores, deslizarse por los palacios como una sombra impenitente y de vez en cuando tumbar tigres en África. Su irrupción en la vida española no fue por la moqueta sino por la cocina, donde se comentan los amores de extramuros. Se irá y dejará aquí un poco de escándalo, como todas. Las amistades entrañables, en el fondo, son desentrañables, por eso también son peligrosas. Madame de Tourvel fue a morir a un convento, como el Papa, y eso explica un rigor estético. Corinna vive en Mónaco, donde ser rubia es carísimo y confidencial; su apellido es prestado de un príncipe, y cuando éste vuelva a desposarse ella regresará a su apellido danés, que la dejará a medianoche convertida en Corinna Larsen huyendo a la carrera del baile.


 Manuel Jabois  es colaborador habitual de El Mundo, El Diario de Pontevedra y Onda Cero Radio