Hace ya mucho mucho rato que espero un leve movimiento que sugiera una presencia de magia en esta noche.
A lo largo de la tarde he visto desfilar desde una ventana la cabalgata real venida desde Oriente, lugar del mundo siempre visto según conviene y adaptado a los estereotipos asimilables por el común: un universo deconstruido al servicio del consumidor.
Pero confieso que, con todo, he llorado de emoción como tantos otros años ante el mismo acontecimiento. A pesar de la barba caída de Melchor y que el séquito de Baltasar bailase a ritmo de samba. Total, pensé: si la barba oscila, será por el ritmo que le imprime la retaguardia, que si de Brasil a Jerusalén un plebeyo se planta en un suspiro, sobre todo si éste es de España, qué no hará su Majestad aupado por tanta charanga.
Aunque en un suspiro profundo, más bien bramido, se transformó por un momento la víspera de las cabalgatas de España. ¿A qué me refiero? Entre secuencias del “zapping-nodo” de TVE, se nos anunció con toda pompa y boato una entrevista a nuestro Rey: al de aquí, nuestra insigne patria.
Para tan magno evento tuvieron que desempolvar al periodista bamboleante que yo daba por muerto, y casi al mismo tenor, moribunda, discurría la propaganda vertida en forma de pregunta-respuesta-guiño, reverencia y nostalgia.
Por eso sigo aquí, aguardando a los otros Reyes, los de allá; pues el caso es creer en algo, aunque sea sea absurdo, para arrancar del instante el rastro de una ilusión. Y, si es preciso, dejarde creer y, mucho mejor: de reinar.