jueves, 20 de diciembre de 2012

Una carrera contra el tiempo - Federico Steinberg

Federico Steinberg
¿Qué llegará antes al sur de Europa? ¿El crecimiento económico que permita a la ciudadanía ver la luz al final del túnel o el auge de partidos anti-euro que puedan ganar las elecciones capitalizando el malestar ciudadano ante los ajustes? Este es el principal interrogante del que depende la supervivencia del euro. También es el más difícil de despejar.

Desde que comenzara la crisis, las élites de la zona euro, esta vez dominadas por los países acreedores, han trazado una hoja de ruta para completar la arquitectura institucional del euro y asegurar su supervivencia. Se trata de subir una larga y empinada escalera que se supone que terminará en la unión política. Además, a medida que la subimos tenemos que ir salvando los obstáculos que van apareciendo por el camino, que suelen distraer la atención del objetivo final y que toman la forma de sustos que nos seguirá dando Grecia, bloqueos que impondrá Finlandia, pataletas que tendrá el Bundesbank y tensiones que generará la volatilidad de la prima de riesgo.

A día de hoy, ya se han subido los primeros escalones. Primero, se ha firmado un pacto fiscal para constitucionalizar la lucha contra el déficit público. Segundo, se ha creado un fondo de rescate europeo que viene a ser algo así como un cuerpo de bomberos capaz de apagar incendios pequeños (porque para los grandes le falta munición). Tercero, el Banco Central Europeo (BCE) ha anunciado que comenzará a comportarse como un prestamista de última instancia y comprará toda la deuda que haga falta de los países que soliciten ayuda a Bruselas (este vendría a ser el cuerpo de bomberos para los incendios grandes, que son los que pueden producirse en países como España, Italia o Francia). Por último, se ha fijado una hoja de ruta para la unión bancaria, que más allá de la decepción española por el hecho de que no llegará a tiempo para la recapitalización directa de nuestras instituciones financieras, tiene un calendario sobre la mesa.

Cada escalón que se sube supone una cesión de soberanía cada vez mayor a las instituciones europeas, que además implica aceptar unas reglas que, lejos de ser consensuadas por todos (algo que de todas formas nunca ocurría), o cocinadas en un equilibrado eje Franco-Alemán (como ha ocurrido a lo largo de la historia de la construcción europea), están ahora diseñadas por una extraña pareja formada por el eje Berlín-Francfort, que de vez en cuando acepta recibir algún consejo de Francia o de la Comisión Europea, y cuya legitimidad democrática es cuando menos discutible.

Según la hoja de ruta, el futuro nos depara seguir subiendo escalones. Primero, el de la unión fiscal, entendida como que la Comisión Europea pueda vetar los presupuestos nacionales si no le gustan y no como la creación de eurobonos o de un gran presupuesto comunitario que se pueda utilizar para transferir recursos de los países que crecen más hacia los que estén en recesión. Después, el de la unión económica, entendida como aprobación (bajo la supervisión de Bruselas) de reformas estructurales en los países del sur (Francia incluida) que nos hagan caminar a todos hacia la alemanización de nuestras economías (esto ya se está haciendo por la puerta de atrás pero todavía queda mucho camino por recorrer). Y, por último, el de la unión política, donde finalmente tendremos que revisar los mecanismos de legitimación de las nuevas instituciones europeas cuando nos encontremos con que los países ya no tienen voz sobre casi ningún elemento de las políticas económicas nacionales. Esto requerirá abrir un debate sobre cómo democratizar la elección de los altos cargos de la Comisión, así como dar más poderes al Parlamento Europeo.

El problema de esta hoja de ruta es que está diseñada dando la espalda a la ciudadanía. Esto no debería sorprendernos. La Unión Europea siempre ha sido un proyecto de élites, un ejercicio de despotismo ilustrado cuya legitimidad emanaba de sus buenos resultados. Y hasta hace bien poco, este sistema funcionó ya que el déficit democrático de la Unión no incomodó demasiado a nadie cuando sus políticas permitían que los ciudadanos disfrutáramos de los niveles de bienestar más altos del mundo. El problema es que, dada la severidad de la actual recesión en el sur de Europa, que por cierto tiene su origen en una crisis financiera causada por un modo de entender el capitalismo más propio del mundo anglosajón que de la Europa continental, los ciudadanos no parecen estar dispuestos a seguir subiendo a ciegas la escalera de la construcción europea si no se les explica en qué momento estas políticas van a generar crecimiento. Y el desencanto ciudadano puede ser aprovechado por partidos que planteen que hay un mundo mejor fuera del euro y fuera de Europa, algo que, aunque no sea cierto, cada vez más gente tiene ganas de oír.

Los líderes de los países del sur tienen que desarrollar una narrativa que explique para qué se hacen los sacrificios. Pero eso no será suficiente. Al mismo tiempo, los acreedores del norte tienen que facilitar políticas que permitan que la ciudadanía empiece a ver la luz al final del túnel, es decir, que haya crecimiento y empleo. Si no se llega a tiempo, la recesión terminará matando el sueño europeo.


Federico Steinberg es investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.