martes, 6 de noviembre de 2012

La gran noche de Chicago - Carlos Fresneda

Mientras las televisiones vomitan la retahíla indescifrable de los 'votos electorales' y los comentaristas especulan sobre si a Obama se le pondrá el pelo definitivamente blanco en otros cuatro años, millones de norteamericanos miran hacia atrás con comprensible nostalgia, recordando aquella noche memorable en la que todo pareció cambiar (aunque en el fondo y a la larga no cambió nada).

Aún recuerdo mi primer encuentro en aquella jornada eterna: el taxista guineano Mamadou Bah, que venía de votar a las siete de la mañana y paseaba su orgullo a lo largo y ancho de Chicago... "Tengo la misma sensación que cuando liberaron a Mandela en Sudáfrica".

A esas horas, en el cuartel general de Obama 2008, la voluntaria Anita Orlikoff (54 años y blanca) descorchaba ya el champán y vaticinaba un giro copernicano: "Vamos a tener el primer presidente global. Y vamos a ver a un político muy distinto en la Casa Blanca, un líder con una visión de futuro y con capacidad para impulsar un cambio verdadero".

Desde primeras horas de la mañana, atraídos por ese misterioso imán que une a la gente en las ocasiones históricas, miles de norteamericanos de todas las etnias, venidos de todos los rincones del país, se fueron amotinando en Grant Park con la esperanza de dar la bienvenida al primer presidente negro.

Unos 70.000 tuvieron ese privilegio y consiguieron una entrada. Se calcula que otro medio millón se quedó fuera. Pertrechado con la emblemática credencial con la 'O' de Obama, tuve la suerte de moverme entre los dos mundos, buscando desesperadamente una señal del móvil para poder transmitir en directo el ascenso a los cielos del 'bendecido' ('barack', en sawhili).

Las estrellas parecieron alinearse en la noche gélida a orillas del lago Michigan. Raudales de jóvenes afroamericanos, como Shania Lauren, de 19 años, se plantaron con el 'Yes We Can' escrito en la frente, en las mejillas o en cualquier resquicio de piel que quedara a la vista. La mexicana Alina Sánchez, de 23 años, se plantó cerca del escenario con su pancarta gigante escrita en español: 'Sí se puede'.

Claudicó finalmente McCain, por muy mal que le sentara a Sarah Palin. Las lágimas de Jesse Jackson en la pantalla gigante fueron el preludio. Y por fin apareció Obama, junto a Michele, protegido por todos los flancos con cristales antibalas, pronunciando el penúltimo discurso que hizo vibrar y llorar a los norteamericanos (el último fue quizás el de su investidura en Washington).

A esas horas, el júbilo trascendía ya la ceremonia escenificada del triunfo en Chicago. Por combustión espontánea, decenas de miles de neoyorquinos confluyeron en Harlem. Y hasta la comunidad afroamericana de Washington, donde las presidenciales se viven como una cosa distante y lejana, se echó a la calle para recordarle a Bush que había que llegado la hora del 'cambio' y de la 'esperanza'.

Tal noche como hoy, en Chicago, hace apenas cuatro años...