¿Vivimos en democracia? Esta es una pregunta sobre la que hace diez años pocos hubieran dudado, sin embargo en la atmósfera actual de crisis económica e institucional nos encontramos con respuestas más variadas y dubitativas. Desde las enfáticas apelaciones a la democracia que continuamente se hacen desde el ámbito gubernamental identificándola con el “status quo”, a la consigna del "no nos representan" de las manifestaciones de indignados.
Si echamos un vistazo a nuestras instituciones gallegas y españolas hay poca duda de que disfrutamos de democracia. Tenemos elecciones periódicas en las cuales podemos elegir nuestros representantes libremente. Frente a eso se puede objetar que la ley electoral tiene importantes defectos, que el porcentaje mínimo de voto para obtener representación en el Parlamento Gallego es demasiado alto o que las listas cerradas y bloqueadas limitan la capacidad de elección por los ciudadanos, sin embargo, a pesar de que es cierto que la corrección de esos defectos aumentaría la calidad democrática de nuestro sistema, probablemente no sean causa de una composición de los parlamentos radicalmente distinta a la que se obtendría con un sistema electoral más afinado. De manera que, dejando de lado la falta de neutralidad de los medios de comunicación y la insuficiente exigencia de democracia interna en los partidos políticos, me atrevería a afirmar que si, que las instituciones representativas gallegas y españolas son democráticas.
Sin embargo me parece que no acaba ahí la cuestión sobre el carácter democrático de nuestro sistema. Las instituciones democráticas españolas no tienen una plena capacidad de acción política porque buena parte de las decisiones más trascendentales para el desarrollo de la vida de los españoles se toman en otras instancias, en las instituciones de la Unión Europea, y es ahí donde el principio democrático se diluye temiblemente, tanto se diluye que podemos decir que las altas magistraturas europeas no son democráticas, de manera que nuestras instituciones democráticas españolas y gallegas están subordinadas a organismos no-democráticos, convirtiendo nuestra democracia más en una democracia formal que en una democracia material. Una democracia tutelada, no por un poder militar como pudo pasar antaño en diversos países de Latinoamérica, en Turquía o en Corea del Sur, si no tutelada y limitada por organismos que son expresión de intereses oligárquicos.
Seguramente recordaréis que en los años noventa de vez en cuando se oía hablar del déficit democrático de la Unión Europea. En aquella época la cuestión sonaba un poco como una simple cuestión teórica, un asunto del que se preocupaban más que nada ciertos puristas o teóricos de la ciencia política pero que no tenía ninguna relevancia práctica. En esos tiempos de entusiasmo europeísta, sobre todo aquí en España, la sensación general era que la Unión Europea funcionaba, las cosas iban a mejor, Europa era un espacio de libertad y lo europeo era sentido en España como una garantía de democracia, libertad y prosperidad. Al salir de la dictadura España se entregó a un proceso sorprendente y simultaneo de transformación política, social y cultural, un proceso de cambio múltiple y acelerado que hubiese sido imposible para cualquier sociedad si no hubiera sido porque teníamos claro el modelo y el objetivo, que no era otro que Europa. La aspiración de España era adoptar el funcionamiento democrático y la modernidad social y cultural que ya estaba vigente en el resto de Europa. Por eso quedó bien marcado en nuestras estructuras cognitivas que Europa y la democracia eran conceptos absolutamente ligados entre si y cuando en los años noventa se empezó a hablar tímidamente de déficit democrático en las instituciones europeas y nos llegaban ecos de euro-escepticismo de otros estados europeos, aquello nos resultaba simplemente incomprensible. Además las cosas iban bien, la sociedad prosperaba ¿Era necesaria más demostración de que aquellas acusaciones de déficit democrático de la Unión Europea eran exageradas e intrascendentes?
Bueno, pues ahora las cosas no van tan bien y en las actuales circunstancias el déficit democrático de las instituciones europeas ya no es una cuestión teórica si no una dolorosa patología que sufrimos en nuestras carnes y que oscurece nuestro horizonte vital. Llevamos varios años viendo como el Gobierno y el Parlamento español aplican una detrás de otra medidas económicas y políticas contrarias a los deseos de la mayoría social y a sus propios programas electorales, incluso han reformado la Constitución en un tiempo record para introducir una cláusula más propia de un contrato mercantil que de una carta magna, una garantía de pago para las entidades financieras acreedoras de la deuda del Estado Español. Manifestaciones masivas y huelgas generales que en otras décadas hubieran conmovido los cimientos del país, hasta ahora no han conseguido interrumpir la aplicación de un programa que nos quieren presentar como incuestionable pero que, lejos de aportar soluciones para la sociedad española, parece un simple plan de pagos, cueste lo que cueste, a los acreedores del Estado Español y, sobre todo, de los bancos y cajas españolas, con todos los españoles como avalistas forzosos de deudas que en realidad son privadas.
Los poderes europeos residen en organismos como la Comisión y el Banco Central Europeo con una legitimidad democrática muy tenue, una legitimidad indirecta, con múltiples intermediarios entre la elección popular y la decisión última de la composición de los órganos, que terminan diluyendo la influencia de la voluntad popular en dichos órganos hasta niveles irrelevantes, mientras que abren de par en par dichos organismos a la influencia de lobbies de la gran empresa y las finanzas. En el caso del Banco Central Europeo el déficit democrático llega al extremo, un órgano con poderes decisivos para decidir el rumbo del sistema económico europeo está vinculado férreamente por normas que aseguran su funcionamiento como órgano de defensa del poder financiero corporativo, convirtiéndolo en un órgano de representación aristocrática de las élites financieras. No es de extrañar que las decisiones resultantes de estos organismos sean gravemente lesivas para los intereses de la mayoría mientras salvaguardan fielmente el status quo favorable a la oligarquía financiera.