Por considerarlo un riesgo para sus privilegios, la clase política se aferra a un inmovilismo ciego, sin variar sus métodos ni corregir los errores. Esa numantina actitud estática de permanecer sin mudanza frente a al dinamismo del cambio social, es suicida pues causa grave daño a la democracia.
Y porque estamos en un momento crucial para la monarquía, el ejemplo más desconcertante lo constituye la reverente postura hacia el rey Juan Carlos I, determinante de una palaciega disposición de ánimo sumisa y complaciente. Al Jefe del Estado, número uno en la clasificación política, se le trata sin exigencia alguna, con desmedida protección cortesana próxima a la indignidad. Un rey entre algodones que dijo Manolo Saco.
La miserable adulación al rey contrasta con el infame trato dispensado a dignatarios elegidos por sufragio universal. Con honrosas excepciones, los aplausos que recibió de los diputados en el inicio de esta 10ª legislatura, fueron más enternecedores que las lágrimas derramadas por el pueblo norcoreano a la muerte de su dictador. Todo un espectáculo medieval decadente e ignominioso.
Se aparta al rey de cualquier sospecha por conducta impropia, como si el ungido careciese de las debilidades inherentes a su condición humana, a excepción de accidentes domésticos y deportivos, de los que por cierto es también número uno.
Este trato favorable y único constituye, paradójicamente, una falta de respeto democrático institucional, por cuanto le al soberano obrar a su antojo y sin rendir cuentas a nadie, como ocurría con los déspotas de antaño.
Algún día estos palmeros de Las Cortes, al igual que ocurrió en la transición con los franquistas conversos a la democracia, presumirán de republicanos en la intimidad. Claro que para ello también necesitaremos la ayuda de jueces foráneos, pues los de aquí ya sabemos como se las gastan: que se lo digan a Garzón.