martes, 17 de enero de 2012

El León de Villalva - Carlos Etcheverría

Manuel Fraga en Palomares
Con el fallecimiento de Fraga se va un singular exponente de la paranoia política del nacional catolicismo franquista. En esta hora resulta difícil mantener la ecuanimidad sin caer en el repudio hacia el muerto. Sobrarían razones para desmentir a los turiferarios que hoy invaden los medios con mensajes laudatorios hacia el político vitalicio.

Las cualidades que a buen seguro le adornaron: pasión por el trabajo e importante  memoria, aunque desordenada,  resultan insuficientes para juzgar en conjunto su trayectoria política. Se sirvió de la dictadura como de la democracia, para mantenerse en el poder perpetuo y, a buen seguro,  pasará a la historia por tan dilatada experiencia en cargos públicos, pero no por su acendrada defensa de las libertades ciudadanas.

Admirable por su coherencia doctrinal, guardó lealtad al generalísimo hasta el final de sus días, y consiguió agrupar en su formación partidaria a los nostálgicos de la dictadura, conservando así unida a la caverna.

Tampoco resulta encomiable su resistencia a aceptar la dinámica social de cambio, en lo tocante a la proclamación o ampliación de derechos humanos. El y su partido intentaron obstaculizar la aprobación de leyes de signo progresista, y siguen negando el holocausto franquista para impedir asomarse al escenario del crimen.

La fidelidad a sus ideas ultramontanas, convierte su perfil biográfico en el de un personaje prehistórico, no evolucionado. Quizás le haya condicionado su pasado represor en el franquismo, encadenado a él por la ambición de poder que le impedía arrepentirse para no truncar su carrera.

Los que sufrieron muerte, tortura, ignominia y desamparo en su etapa al servicio de Franco, son un obstáculo para guardarle un mínimo de respeto.