martes, 27 de agosto de 2013

Atrapados entre Siria y Egipto - Javier Solana Madariga

Javier Solana Madariga
La inestabilidad en Oriente Próximo sigue en aumento. El imprevisto golpe militar en Egipto choca con la puesta en marcha de la modernización de la región. Egipto, con 85 millones de habitantes, es el país más importante de la ribera sur del Mediterráneo y uno de los lugares donde más urge afianzar el proceso democrático puesto en marcha tras las revueltas árabes.

El Gobierno islamista de los Hermanos Musulmanes, liderado por Mohamed Morsi, ha demostrado sobradamente su incompetencia y su incapacidad para asegurar una transición democrática inclusiva, pero la solución de los militares está muy lejos de ser la idónea. Los golpes de Estado siempre tienden a agrandar los problemas en lugar de resolverlos y esta vez no es una excepción.


Como primera consecuencia, la sociedad egipcia se encuentra hoy más fracturada y se enfrenta a un choque de legitimidades. Por un lado, la de aquellos que hablan de la legitimidad de las urnas y dicen que el Gobierno de Morsi fue democráticamente elegido hace un año. Por otro, los que defienden la legitimidad de la protesta social simbolizada por segunda vez en la plaza de Tahrir de El Cairo. Por su parte, los militares han perseguido a los Hermanos Musulmanes: los líderes del grupo, incluyendo al presidente depuesto, están bajo su custodia.


Los Hermanos Musulmanes quisieron ir demasiado lejos demasiado pronto. Su agenda islamista de Gobierno alertó a los poderes del Estado (es decir, Ejército y judicatura) y chocó con las pretensiones de los manifestantes de Tahrir. El movimiento Tamarrod, que había convocado la protesta, celebró la decisión de los militares. El precedente que se ha sentado es, sin duda, peligroso para una democracia naciente: los islamistas tienen que contar con representación para asegurar que no renuncien a la democracia como vía para perseguir sus objetivos.


No se puede construir un nuevo régimen, ni por parte de los islamistas ni por parte de los militares, en contra de un sector importante de la población. Pese a que Morsi ha sido un mal presidente, que ha empeorado gravemente la situación económica del país, hubiera sido preferible otra solución que respetara la estabilidad nacional y regional. Un golpe de Estado solo un año después de la formación del Gobierno salido de las urnas puede generar una enorme frustración. Solo hace unos meses de la foto de Hillary Clinton con el presidente Morsi poniendo fin a las hostilidades entre Israel y Hamás en la franja de Gaza. Desde entonces hasta ahora, la situación geoestratégica de la región ha vuelto a cambiar y tanto Estados Unidos como la Unión Europea están reaccionando tarde y erráticamente. No está claro quiénes son los aliados y quiénes no. Para la Unión Europea, el Mediterráneo es fundamental y debe ser estar más presente mediante una acción más clara, coordinada y eficiente.


Más allá de la situación doméstica, Egipto tiene, además, otro problema acuciante. El pueblo egipcio es muy dependiente de los recursos naturales que proporciona el río Nilo. Etiopía ha comenzado a construir en el río la que será la mayor presa hidroeléctrica de África, ante lo que El Cairo ya ha amenazado con intervenir militarmente; calcula que el caudal del río en su territorio podría reducirse hasta un 20%, poniendo en riesgo los medios de subsistencia agrícola de millones de personas.


En términos regionales, el golpe en Egipto puede tener graves consecuencias. Siria sigue inmersa en una sangrienta guerra civil que ha dejado ya más de 100.000 muertos. El régimen de El Asad es el que más se ha felicitado por la caída de los Hermanos Musulmanes, y le puede servir como pretexto para afianzar su narrativa de represión a los rebeldes, dificultando aún más una salida aceptable al conflicto civil que vive el país. La oposición siria, un enorme crisol de grupos y corrientes donde ya está presente Al Qaeda, se radicalizará aún más. Para Hamás, fuertemente vinculado a los Hermanos Musulmanes, significa perder también el apoyo egipcio. Israel, por su parte, es uno de los que más gana, ya que para los militares israelíes la relación con Egipto ha sido siempre una línea roja que no se debía romper.


Catar, que había sido el principal valedor de Morsi a través de grandes préstamos, y que ahora vive su propia transición interna, ha permanecido al margen. La división de las monarquías del Golfo queda patente, ya que Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos se han apresurado a financiar al nuevo Gobierno egipcio.
Turquía, que ofreció su modelo como meta para las sociedades que reclamaban cambios democráticos en sus países, también sale perdiendo. El cambio de Gobierno en El Cairo es una pérdida estratégica para su política exterior. Ankara esperaba crear un orden regional acorde con sus intereses con la participación de otros regímenes islámicos suníes y Egipto era sin duda el más importante. La inestabilidad política en Egipto no solo pone en duda su modelo, sino que afecta a sus intereses económicos como potencia regional.


La cuestión iraní es otro asunto regional de gran importancia que sigue en el horizonte, sin resolverse, aplazada hasta la toma de posesión del nuevo presidente. Todavía no se ha tenido ningún gesto con Irán tras la victoria electoral de Rohaní.


El mensaje que lanza Egipto a sus vecinos no es positivo. Hoy estamos más lejos de encontrar una solución tanto en Siria como en Egipto, y Oriente Próximo merece una reflexión seria sobre seguridad, economía, desarrollo y modelo social.


Javier Solana es distinguido senior fellow de Brookings Institution y presidente del Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.