Antonio Campos Romay |
De forma machacona las encuestas lo enfrentan con la desagradable realidad de que si el partido gobernante, amalgama de ultraliberales, conservadores, socialcristianos o integristas de la derecha más radical y ultracatólica, se desploma en orden a la confianza del electorado, la socialdemocracia, en la oposición, se desangra de forma alarmante.
Nada importa que el partido mayoritario sea blanco de escándalos de corrupción cada vez menos presuntos. Que sus descomunales dimensiones afecten a la organización como tal o a personajes señalados de la misma, jefe del ejecutivo incluido. Tampoco que su gobierno albergue ministras y ministros que en una democracia de mayor intensidad hubieran tenido que dimitir hace mucho tiempo. O que su sectarismo conculque espacios ciudadanos de libertad en absoluto desprecio a las conquistas civiles de las últimas décadas. O que maniobre de forma escabrosa para convertir el poder judicial en algo al servicio de sus intereses partidistas. El “primer partido de la oposición” retrocede posiciones y sus postulados tienen poco atractivo para la ciudadanía.
A lo largo de treinta tantos años de democracia en ese afán desbocado de abandonar la propia fisonomía para tender las redes electorales en ese banco de votos llamado centro, ambos partidos mayoritarios –que no sin razón cabria calificar dinásticos-, rehuyeron las cuestiones que por su calado o complejidad pudiera poner en riesgo su visión mercantil de la política, plasmada en la lamentable frase, “lo políticamente correcto”.
Funcionó razonablemente en los inicios de la transición y en décadas posteriores. Pero la situación actual con una crisis de evolución errática y no totalmente diagnosticada, con efectos devastadores sobre el código de derechos y calidad de vida de millones de personas, poniendo en riesgo soberanía y calidad democrática, no admite ya posicionamientos ambiguos, o imprecisos. Tampoco los liderazgos ejercidos con ausencia de claridad y coherencia. O cuyas trayectorias aporten episodios que contradigan las pospuestas que se esgrimen.
La socialdemocracia, vitola a la que se acogen aquellos que estiman que este termino suaviza los apellidos socialista y obrero, necesita encontrar la capacidad de definirse sin engaños ni entelequias. ¿Si se habla de territorio, la propuesta es de recentralización o federal?, ¿O si acaso federal asimétrica? Es imprescindible para recuperar la confianza plantear respuestas claras. ¿El PSOE es monárquico o republicano? ¿Es necesario revisar con rigor si el servicio que la jefatura del estado tal como la conocemos es útil al bien común? ¿Los socialistas están a favor o en contra de que una determinada confesión religiosa invada la enseñanza publica? ¿Qué criterio mantiene frente a los acuerdos con el Vaticano y su continuidad? ¿Cómo y en que plazos se dinamizará el mercado de empleo para iniciar la recuperación de los expulsados del mundo laboral? ¿Su programa económico va a ser perfectamente intercambiable con el de la derecha en sus temas centrales? ¿Mantiene la subordinación al dictamen de intereses foráneos contrapuestos a los de la ciudadanía, o tiene una oferta distinta? ¿Va a afrontar la lucha contra la corrupción propia y ajena con tolerancia cero? Es posible que en tales coordenadas entre otras, esté la respuesta a un reencuentro con la ciudadanía.
Sociólogos y expertos electorales reiteran como regla de oro del pragmatismo político, que el voto de centro condiciona unos comicios. Seguramente. Análisis postelectorales lo avalan. Pero no es menos cierto, que con ese centro hoy golpeado y desplazado por la crisis, se requieren posicionamientos más enérgicos. Iniciativas más intensas, más creíbles frente a la colonización de las sociedades europeas por una agresiva política ultraliberal que se enseñorea de la Europa comunitaria socavando los principios humanísticos y de solidaridad.
Mientras no exista un planteamiento claro y preciso por parte de una deslucida socialdemocracacia, que retome conciencia de su papel crucial en el mapa político, será punto menos que imposible recuperar la confianza perdida. Lo herederos de tal indecisión serán formaciones políticas hoy minoritarias, pero presumiblemente estarán llamadas a ser albaceas de un sistema que agoniza ignorando tercamente la patología que lo consume. El bipartidismo, pasará de ser imperfecto a objeto de museo.