Luis Garrido Medina |
En primer lugar, parece muy discutible que sean los mejores quienes se van, ya que, en las edades de máxima salida (veremos que van de 28 a 41 años), la mayoría de sus coetáneos están trabajando (por ejemplo, el 88% de los licenciados) y es una conjetura arriesgada afirmar que los que tienen empleo son peores que los que no lo consiguen o no lo mantienen y se terminan yendo. Los habrá muy buenos entre los que no encuentran trabajo, porque los ciclos económicos son muy injustos, pero nada hace pensar que en principio sean los mejores.
Por otra parte, y desde el impulso de una legítima ambición de mejorar, unos pocos de nuestros jóvenes hace décadas que se están yendo al extranjero (sobre todo al mundo anglosajón), mayoritariamente pensando en volver. Y si no eran los mejores al irse, el imperio de la lengua inglesa —en la ciencia y en las empresas multinacionales— les concede esa patente por el mero hecho de dominar el idioma. Y respecto al logro de una mejora profesional, parece claro que, para cada especialidad docente, científica, organizativa o empresarial, será factible encontrar algún país en el que lo hacen mejor que en ningún otro sitio y en el que se puede aprender, practicar y llegar a convertirse en uno de los mejores o, en todo caso, de los “mejorados”. Para ello, una lengua franca es muy útil, pero algunos ingenieros españoles angloparlantes ya se han vuelto de Alemania porque sin dominar el alemán es complicado trabajar allí a un buen nivel.
Esta “fuga de cerebros de ida y vuelta” tiene poco que ver con la crisis. Y su incontestable éxito (fuera y, más aún, al volver a España) está íntimamente relacionado con el hecho de que todavía son muy pocos. Es semejante al éxito de los licenciados universitarios de la generación que pilotó la transición democrática en aquella larga crisis de empleo. Solo el 3% de los varones nacidos en la década de la Guerra Civil (entre Suárez, 1932, y González, 1942) eran licenciados, y un 2,4% diplomados.
Hoy la universidad no puede garantizar como entonces el éxito profesional por una simple razón de proporciones. Por ejemplo: en 2012, el 53% de las mujeres españolas de 23 años tenían un título universitario o estaban estudiando para obtenerlo. Aunque los puestos profesionales hayan crecido en España de un modo sobresaliente, solo emplean al 16% de los que están en las edades en las que hay una mayor presencia de esas ocupaciones. Incluso si se añaden los directivos y los técnicos solo se alcanza el 28% del grupo, que está muy lejos del 53% antes citado. Necesariamente muchos universitarios estarán subempleados con crisis o sin ella. Y el paro, que durante décadas no les había afectado en las edades centrales, es más que probable que retrase y dificulte su integración laboral en los dos o tres próximos años. Pero de ahí a irse en masa hay una gran diferencia. En todo caso, para saber si son muchos conviene detenerse en los datos disponibles con algún cuidado.
El 20 de marzo el INE hizo público el Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero (PERE) a 1 de enero de 2013. En la prensa se ha resaltado el importante aumento de españoles viviendo fuera: 114.413 respecto al año anterior y 459.557 desde 2009. Lo que casi nadie ha indicado es que el incremento del último año, si lo acotamos a los que habían nacido en España y estaban en edad laboral, es de solo 3.943. Ese saldo es tan bajo porque, mientras las salidas de españoles autóctonos en edad laboral han sido 28.643, los de ese colectivo que han vuelto suman 24.700. Aún más desconocido es el que, en esas edades, desde el 1 de enero de 2009 —cuando aún había quien discutía sobre la llegada de la crisis— los inscritos en el PERE han disminuido en 6.482 personas.
En oposición a tanta alarma sobre la salida de españoles en edad de trabajar, el PERE dice que han vuelto más españoles nacidos en España que los que se han ido. ¿Por qué es importante acotar a los que han nacido en España? La razón es decisiva: la nutrida concesión de la nacionalidad española, tanto a los inmigrantes que la han obtenido residiendo en España, como a aquellos que la solicitaron al amparo de la Ley de Memoria Histórica —estos últimos sin necesidad de haber estado en España—, hace que se interprete como salida de autóctonos lo que es la suma de esos dos conjuntos de nacionalizados. Los primeros son inmigrantes retornados que no deben ser tomados por emigrantes oriundos de España. Los segundos no se han movido de su país.
Utilizando las estimaciones de la población actual y los flujos migratorios anuales estimados del INE, se puede saber que en el año 2012 se estabilizaron las salidas respecto al año anterior, y que la mayoría de los españoles nacidos en España que salen están entre los 28 y los 41 años, y son el 0,26% de los ocho millones de ese grupo de edad. Parece evidente que son muy pocos.
Las voces de alarma sobre la pérdida de población usan las mismas fuentes que las que aquí se han citado. Pero olvidan que la casi totalidad de esos españoles son nacionalizados y únicamente se fijan en los que se van, sin atender a los que vuelven.
Calmados los ánimos sobre una pérdida que no es tan dramática, lo importante ahora es saber qué vamos a hacer para que vuelvan los “mejorados”, de modo que España pueda aprovechar su esfuerzo. Durante la última década, muchos de ellos se han acogido —en dura y concurrida competencia nacional— a unos contratos plurianuales diseñados por el Estado para “recuperar cerebros”. Son los Juan de la Cierva y los Ramón y Cajal. Hasta el año pasado, la casi totalidad de los que superaban las sucesivas evaluaciones se consolidaban en sus instituciones de investigación.
Las restricciones presupuestarias han planteado la amenaza de su despido general al acabar sus contratos. No se trata aquí de poner en cuestión la necesidad del equilibrio razonable de las cuentas públicas, sino de plantear que es imprescindible que no sea indiscriminado y que respete largos procesos de reproducción que son fundamentales para nuestro progreso, ya que su ruptura puede resultar irreversible y tiene costes mucho mayores que el ahorro que provee. Porque ello afecta no solo a los actuales contratados, sino que quiebra la confianza de los futuros candidatos al ver que se expulsa a quienes cumplen con todos los requisitos de calidad. Una prórroga de unos pocos años costaría bien poco y no alteraría el funcionamiento de los organismos de acogida. España no se puede permitir el lujo de convertir instituciones eficientes y de excelencia en carreteras hacia el desierto.
Luis Garrido Medina es catedrático de sociología de la UNED