José Luís Martín Palacín |
Siempre hubo tres reglas básicas para el estudio de los préstamos hipotecarios: que la tasación sea fiable, que el monto del préstamo no supere el 80% del valor de tasación del bien hipotecado, y que el prestatario tenga medios suficientes para devolver en mensualidades el préstamo. Cualquier otra adherencia es un “tuneo” que se practica a los usos y costumbres, encaminado a “vestir el santo” para que cuele en la feria. El tuneo realizado por los especuladores que inventaron la burbuja inmobiliario-financiera.
Que nuestros legisladores se atengan a esas tres sencillas reglas para redactar la ley. Y que se olviden de los cantos de sirena de bancos y marrulleros: que si no se podrán dar hipotecas, que si se hundirá el sector inmobiliario (ya lo hundieron unos y otros haciendo lo contrario), y que si se genera una ruina con un “mal ejemplo” para las hipotecas existentes. Para la casuística hay una solución sencilla: ley clara, rotunda y escueta; y todas las disposiciones transitorias que sean precisas, siempre que tengan suficiente justificación.
Por tanto, una ley que penalice las tasaciones fraudulentas; que regule claramente que la cuantía del préstamo no supere el 80% del valor del bien; y que no permita acciones suplementarias que sustituyan la insolvencia mensual del tomador del préstamo. Y que, a la hora de que el banco establezca el plazo de devolución, se atenga obligatoriamente a no generar un insalvable desfase entre los plazos de devolución de sus pasivos y los de
amortización de sus activos.
Así, cuando un cliente no pueda seguir devolviendo la hipoteca, le bastará con responder con el bien hipotecado; y eso sí, permitiendo un cálculo equilibrado del principal del préstamo que lleva devuelto y de los intereses que ha pagado. De modo que lo que se llama “dación en pago” puede resultar incluso excesivo, pues hay que intentar un resultado equitativo de la operación, evitando que se convierta en un usurero acto de expolio. Imaginemos alguien que al décimo año, sobre un plazo de quince, no puede seguir pagando: se supone que ha canceló los intereses proporcionales del total del préstamo referido a quince años, y que ha devuelto una parte del principal, y habrá que descontarla del monto del préstamo. Como, además, habrá pagado de entrada el 20% de su valor, la liquidación no tiene por qué dejarlo en la ruina total.
Si se introdujo un aval, se supone que no fue para responder del valor del bien, que ya ha de estar suficientemente avalado por el diferencial del 20% de la tasación: sino para garantizar que el prestatario va a poder devolver el préstamo. Llegado al extremo de que –siempre por razones justificables- haya de devolver el bien hipotecado, tal devolución es lógico que redima el aval: de lo contrario es exigir que se pague dos veces una deuda.
Si la tasación es ley, y existe el margen del 20%, se evitan los trapicheos que se esconden en el proceso de las subastas, en las que siempre –mire usted por dónde, como en el juego- termina perdiendo el cliente frente a la banca.
Después vienen las transitorias. La adecuación de la realidad actual a la nueva ley, partiendo de revisar la tasación de los bienes hipotecados. Si hay tasación fraudulenta, habrá que exigir responsabilidades al tasador y al que, con más conocimiento de causa, haya inflado el valor del bien: en esa cadena de responsabilidades, el que ocupará siempre el último lugar será el comprador, ya que se supone que el ciudadano normal no domina las leyes de un mercado al que accede de manera puntual. En los primeros eslabones aparecerían el propio banco, el promotor inmobiliario, el registrador de la propiedad, y todos aquellos que están familiarizados en el manejo del mercado.
Esos criterios serán suficientes para analizar cada contrato, y para determinar cuáles han tenido el carácter de abusivos e incluso cuáles han sido fraudulentos. Porque ¿qué será de una sociedad en la que el que la ha hecho se vaya sin pagarla?
Recientemente, y refiriéndose a este asunto, un dirigente bancario se atrevió a decir que “las deudas son sagradas”. Y es cierto. Pero la primera deuda es la contraída por el engaño y el fraude en la manipulación del valor de un bien, en la exigencia de avales abusivos y en el establecimiento de unas condiciones leoninas, que lo que están logrando –para no arruinar a los bancos que hicieron el desaguisado– es arruinar económica, social y moralmente a toda una sociedad.