lunes, 1 de octubre de 2012

El humo no cegaba sus ojos - Francisco J. Bastida

Los procesos históricos siempre son complejos y para su explicación se suele simplificar su contenido glosando la figura de personas cuya actuación ha marcado el devenir de los acontecimientos. Son los personajes históricos, biografías que ayudan a componer la memoria colectiva de los pueblos. Santiago Carrillo es uno de ellos y con sus 97 años ha podido vivir para contarlo.

Sin él no se entiende la evolución comunista y, de paso, la oposición al franquismo. Supo ver que el levantamiento de los checos contra la opresión soviética era más que una revuelta. Era una "primavera" que comenzaba en Praga, pero que florecía en una nueva concepción del comunismo, el llamado "socialismo de rostro humano", y que él, junto con Berlinguer y Marchais, lo tradujo para el sur de Europa en el "eurocomunismo".


Tuvo la valentía de condenar en 1970 la invasión soviética y cambió radicalmente la oposición a la dictadura de Franco con un programa de reconciliación nacional. Una osadía en plena lucha antifranquista, llena de sacrificios, que contrasta con la mezquina política de obstáculos que aún hoy se ponen a la memoria histórica. Carrillo hizo del PCE el aglutinante y catalizador de esa oposición y convirtió un partido de los trabajadores en una amplia alianza de fuerzas del trabajo y de la cultura. Lo que perdía en escisiones y en nacimiento de grupúsculos, lo ganaba el PCE en solidez de planteamientos como interlocutor ante el fin de la dictadura. Para el franquismo era uno de sus satánicos enemigos; para la ultraizquierda, un deleznable revisionista.


Santiago Carrillo fue en la transición el contrapunto de Adolfo Suárez, otro revisionista. Ambos fueron el caballo de Troya que sirvió para desmantelar el franquismo y crear una democracia sin exclusiones. Su pragmatismo le llevó a aceptar la monarquía, lo que muchos vieron como una inadmisible renuncia, pero el tuvo la clarividencia de señalar que él debate no era en aquel momento monarquía o república, sino más dictadura o democracia.


Las primeras elecciones democráticas, junio de 1977, fueron el gran reconocimiento a su labor, con mítines multitudinarios en los que Dolores Ibárruri tuvo que reconocer el acierto de la trayectoria seguida. El resultado en las urnas no fue tan alto como se esperaba, aunque vista hoy la menguada representación de IU, aquello fue un gran éxito. Luego tuvo, de la mano de Solé Tura, una destacada labor en la redacción de la Constitución de 1978.


Su salida de la Secretaría general del PCE y del propio partido supuso el declive de su figura. La crisis actual reavivó sus creencias marxistas, cobrando lucidez sus críticas al capitalismo salvaje.
Casi sin enterarnos, se fue consumiendo como sus cigarrillos, encendiendo uno con la colilla de otro, quizá para mantener viva en las tertulias la llama de un Estado social, que parece también apagarse definitivamente con su última calada.