La igualdad de oportunidades en el acceso al bienestar y a la participación social es una aspiración de la humanidad. No en vano el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos expresa de manera sintética esta aspiración, al afirmar que todos los seres humanos tienen derecho a “un nivel de vida digno que les asegure, junto con su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”.
Este objetivo se plasmó en las constituciones europeas del siglo pasado y en la Constitución española de 1978, concretamente en el artículo 9.2. Se introduce así una nueva dimensión de profundo calado político, desde el momento en que los poderes públicos no son observadores neutrales, ni se limitan a paliar las consecuencias de las situaciones de dificultad que afectan a la ciudadanía; sino que los poderes públicos están obligados a actuar positivamente en favor de las personas que están en riesgo de quedar al margen de la sociedad, creando las condiciones para que todas las personas disfruten de una real igualdad de oportunidades.
Sobre ese principio se fueron construyendo en España los diversos sistemas de bienestar del nuevo Estado social, que, además, por su peculiar diversidad, fueron tomando formas diferenciadas, en función del ejercicio de competencias exclusivas por las diversas comunidades autónomas. En el caso de la Comunidad Autónoma gallega, por ejemplo, los servicios sociales corresponden como competencia exclusiva a esta Comunidad, tal y como se deduce del artículo 27.23º del Estatuto de autonomía de Galicia.
En el análisis de los Servicios Sociales es necesario destacar que existen diversos modos de hacer frente a las necesidades sociales y distintos sistemas de prestación de asistencia a las necesidades sociales. Históricamente la Iglesia y el Estado han tenido el protagonismo en esta faceta, aunque no la exclusividad, ya que han existido otras modalidades de atención social de origen privado.
Si repasamos rápidamente la evolución histórica de la acción social, distinguimos diferentes fases. La primera está basada en la caridad y es la más antigua ya que se inicia en la Edad Media de la mano de la Iglesia. En esta etapa las situaciones se abordaban intentando reducir sus manifestaciones más extremas, pero nunca haciendo frente a las causas que la ocasionaban. La segunda etapa de la acción social es la beneficencia pública y privada, apareciendo organizaciones especializadas en la realización de prestaciones caritativas, de mera subsistencia, en favor de los más necesitados. Estas actividades por primera vez se financiaban con fondos públicos y tiene como rasgo esencial que esta beneficencia no genera derechos y no se consolida el derecho a obtener la prestación. Es pues el momento en que aparece la intervención pública para afrontar las necesidades sociales. En España este modelo impera hasta el siglo XX con especial presencia de la esfera pública, donde ya podemos hablar de existencia de un verdadero aparato administrativo e institucional al servicio de los problemas sociales de la población. Las leyes franquistas serán las últimas que incluyan el término “beneficencia” en su legislación, que la democracia sustituye por “servicios sociales”.
Lo cierto es que la Constitución española de 1978 no menciona la palabra beneficencia, lo que se produjo como nos recuerda el senador constituyente y miembro de la Comisión Constitucional Lorenzo Martín-Retortillo porque “se postula la desaparición de la alusión a la beneficencia, de forma que quede sólo la referencia como de competencia de la comunidades autónomas de la asistencia social”.
En la transición a la democracia, desde un primer momento los servicios sociales estaba previsto que fueran una de las competencias que el nuevo modelo constitucional iba a atribuir a las Comunidades autónomas. Así lo pone de manifiesto el hecho de que en los decretos que instauraban los Consejos de Gobierno preautonómicos en Cataluña, País Vasco y Galicia, se mencionan los servicios sociales como competencias a gestionar. Por entonces el modelo de asistencia social pivotaba en torno al conocido Instituto Nacional de Servicios Sociales, modelo que es el que piensan que puede ser transferido a las comunidades autónomas, como así fue finalmente. El citado Instituto fue suprimido por Decreto 530/1985, de ocho de abril, y sus competencias transferidas a las comunidades autónomas, quedando una mínima parte no traspasada que se incorporada al Instituto Nacional de Servicios Sociales (INSERSO).
En la Constitución española se habla de “asistencia social”, como por ejemplo en el artículo 148.1.20 al referirse a las competencias de las comunidades autónomas. En sus disposiciones sobre política social la Constitución no contempla los servicios sociales en el sentido técnico y así por ejemplo en el artículo 50 de la Constitución los utiliza para referirse a “salud, vivienda, cultura y ocio”. Los distintos estatutos de autonomía tomaron caminos diversos en la asunción de las competencias en servicios sociales y en el modelo que instauraban, bajo el principio de diversidad con condiciones básicas que imponía el Estado. En el modelo se incluyó a las corporaciones locales como partícipes de la asistencia social, como así lo pone de manifiesto la Ley 7/1985 de 2 abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local, si bien ajustándose a los siguientes términos: las comunidades autónomas se reservaban la potestad legislativa y, en general, la reglamentaria; la responsabilidad financiera era en su mayoría de la Comunidad Autónoma; y a las corporaciones se le daba acciones ejecutivas o de gestión.