El Gobierno ha
logrado instalar la idea de que el que no vota a favor de la expropiación de
YPF es un vendepatria. Y
consiguió entrampar a buena parte de la oposición, que apoya el proyecto aunque
sabe que la gesta del kirchnerismo consiste
en hacerse de una nueva caja, cuando las que ha usado hasta ahora
empezaron a agotarse.
Quizá el ejemplo más
claro sea el de la UCR.
Tiene algunos de los mayores especialistas en el tema, que
fueron a exponer al Congreso y dijeron que, si por ellos fuera, votarían en contra . Pero otra vez el
recurso del nacionalismo opera como una mordaza. Y los radicales, bajo el temor
de ser acusados de cipayos o traidores,
levantarán la mano con el oficialismo ¿Qué valor tiene discutir después, como
han prometido, algunos artículos? Puro simbolismo.
Ellos y otros van a
votar sin conocer cuál es el plan estratégico del kirchnerismo para YPF. Y más
aún, sin saber dentro de qué política energética se inserta la expropiación:
los resultados de la que hubo ya se
conocen de sobra y según reconoció el propio viceministro Kicillof, han
sido desastrosos. Lo dijo sin vueltas, flanqueado
por los máximos responsables de esa política: De Vido, que está nada
menos que al frente de la intervención y del secretario de Energía, Cameron.
Con la soberbia de un
dirigente universitario, Kicillof
denunció a Repsol por vaciamiento. Pero la mística terminó ahí: no dijo
una palabra sobre el arreglo de los Eskenazi con Kirchner, que les permitió en
2008 comprar una parte de YPF sin plata
y pagar la deuda con las utilidades de la misma empresa. Y además, quedarse con
su manejo.
Bajo la pátina del
interés nacional se esconde otro interés, inmediato: hacerse de los dólares de las ganancias de YPF para bancar parte
de las importaciones de gas y combustibles, porque será necesario seguir
importando y en cantidad.
Dicen que “el que no
apoya es un liberal de los 90”.
Otra ironía. En los 90, los Kirchner aplaudieron todo lo contrario: la entrega de la petrolera nacional.