José Luís Marín Palacín |
Un silbato les llama la atención. Un policía nacional, del retén habitual que custodia el palacio de las Cortes, les dice que con los distintivos que portan no pueden hacerse la foto. El matrimonio en cuestión, se hace la foto sin la bandera. Casi a la vez, a los pies del otro león, otro matrimonio pasa con sus respectivas banderas, también de Comisiones Obreras. No pretenden fotografía; solo pasan. De un furgón azul de la policía nacional, parece que de los llamados "antidisturbios", irrumpe un agente, rompiendo con agitación la paz de un tranquilo y soleado inicio de la tarde. Pretende que el matrimonio transeúnte oculte sus banderas. Y lo pretende dándoles una orden tajante. Tras él salen otros agentes.
El matrimonio aludido defiende sus derechos. Nada les impide llevar una bandera que expresa sus convicciones. El primer agente se pone nervioso: empuja a la mujer. Mi amigo, ante el cariz que adquiere el innecesario incidente, interviene. Es un ciudadano que se compromete con los derechos cívicos. Los agentes le invitan a no intervenir, con el consabido argumento de que a él no le incumbe. Mi amigo les explica que le incumbe cualquier cosa que tenga que ver con los derechos ciudadanos, que también son los suyos. Le amenazan con detenerle. Les responde que hagan lo que crean conveniente; que ya decidirá la justicia. Se conforman con tomarle sus datos. No se sabe con qué propósitos. A todo esto quien a él le identifica se niega a su vez a facilitarle su número de placa, como es su obligación. Y el agente que había empujado a la señora desaparece entre los demás, o en uno de los furgones. A pesar de que se le requiere por parte de los ciudadanos afectados para que dé la cara y se le identifique.
Un incidente serio (podríamos decir que grave) por innecesario, por arbitrario, porque viene provocado por agentes que deberían ser del orden. Y a las puertas del templo de la Democracia, que son las Cortes.
¿Por qué, de pronto, las fuerzas del orden se desatan en intervenciones arbitrarias, o violentas, como las reiteradas de Valencia? La leyenda del león de las Cortes habla de enemigos y de guerras. De guerras de otros tiempos. El jefe superior de policía de Valencia habla de enemigos, refiriéndose a estudiantes masivamente armados con la exclusiva fuerza de la razón. Y le acompaña la delegada del gobierno, que calla y que otorga. Y el ministro Fernández Díaz - que ya de tertuliano en la SER apuntaba "brotes" autoritarios- al día siguiente disculpa el lenguaje del jefe superior de policía diciendo que fue un lapsus: cuando, en todo caso, su intervención completa fue un lapsus democrático...
No para ahí la cosa: en TVE aparece un reportaje, a propósito de los excesos policiales de Valencia, en el que se rememora al "cojo Manteca" y se airean imágenes del vandalismo extremista de provocadores en 1987. Gratuita, inoportuna, o interesada y malintencionada evocación. Porque en Valencia no ha habido ni cojos ni Mantecas. Sino una protesta legítima de estudiantes con frío y desamparo en las aulas. Y lo que sí ha habido es un ensañamiento desproporcionado y salvaje de una policía mal dirigida. Unos hechos que deberían ya haber producido el cese de la delegada del gobierno y del jefe superior de policía.
Pero, al igual que la leyenda de los leones de las Cortes, hay gente interesada en resucitar "guerras del pasado". Y el gobierno de Rajoy se equivoca de medio a medio si intenta caminar por esos derroteros, que le pondrán a la sociedad en contra. Una sociedad que, cargada de razón, no va a caer en provocaciones, porque está sabiendo tomar el pulso a un gobierno excedido, que está confundiendo peligrosamente la legitimidad que le han dado las urnas con una altanería que la ciudadanía no perdona.