José Luís Martín Palacín |
Se ha destinado mucho dinero a salvar el sistema financiero, con el magro resultado de que los bancos aparentemente no se hundan, pero sin lograr que cumplan plenamente su objeto social, que es el de generar crédito para el sostenimiento de las empresas y la economía. Se han creado “fondos de rescate”, pero no se han puesto en pié “fondos de reactivación”. Y no se ha parado de insistir en el control del déficit y en aplicar el principio doméstico de la abuela: el famoso “no gastar lo que no se tiene”. Pero olvidando que, para tener, una economía no estrictamente doméstica tiene que invertir, tiene que inventar territorios productivos, tiene que saber sacar partido a sus recursos.
Con ese reflejo, Europa lleva frenando tres años el consumo y la producción. Y eliminando la inversión. Sería un ejercicio aterrador el de calcular lo que Europa ha gastado durante todo ese tiempo en esas tareas de defensa pasiva. Por otra parte, se han aplicado los mismos principios a situaciones claramente heterogéneas. Y España está siendo una víctima clara de esa torpeza. Nada tiene que ver la crisis de los países que se endeudaron por encima de límites razonables, con la de los países que –habiendo mantenido un nivel soportable de deuda- han sufrido el descalabro de los aventureros financieros que generaron un parón de la actividad empresarial, desempleo, pérdidas de ingresos públicos, y han sobredeterminado un incremento de la deuda del Estado. El caso de España. Con menos actividad económica, menos ingresos; con más desempleo, más subsidios. La consecuencia: un necesario mayor endeudamiento.
Para romper esa dinámica negativa, para cambiar el tercio, hace falta imaginación. Y conocimiento. En España, el estallido de la burbuja inmobiliaria generó la destrucción estructural de casi dos millones de puestos de trabajo. Para superar ese desastre no bastan medidas coyunturales, sino alternativas estratégicas: hay que inventarse sectores nuevos de actividad, y dedicar recursos para ponerlos en valor. Par ello hay que auxiliar a los empresarios. De dos maneras: con el respaldo para la inversión, y con el apoyo para descubrir nuevas iniciativas a partir de los recursos de que disponemos: humanos, materiales, tecnológicos, de conocimiento…
Puede ser llegado el momento de recurrir de verdad a los lugares en los que, por lógica, ha de residir el conocimiento y -¿por qué no?- la imaginación. Entre otros, las universidades. En lugar de recortar el gasto en I+D+i, como se está haciendo insensatamente, habría que multiplicarlo, aunque, eso sí, optimizándolo; y priorizando aquellos proyectos que vayan directamente a la creación de esos territorios productivos novedosos. Y vincular más la acción de las empresas con las universidades. Y puede ser la hora en la que las Administraciones Públicas también aprendan a tener imaginación, a ser creativas, a salir de la telaraña de la burocracia para acometer una colaboración eficaz y saludable con el mundo empresarial: no con el mundo empresarial burocrático, sino con el dinámico, con el que cada mañana se esfuerza en inventarse, en multiplicarse, en innovar y en crecer, sin encontrar el adecuado respaldo ni público ni financiero.
Créanme que esto es posible, que disponemos de recursos, que tenemos emprendedores capacitados. Que desgraciadamente estamos nuevamente en aquel dicho ya milenario del Cantar de Mío Cid: “oh, qué buen vasallo si oviese buen señor”.