José Luís Martín Palacín |
El voto que el elector deposita en la urna no es solamente una papeleta con una lista de nombres. Es toda su vida la que el ciudadano pone en manos de aquellos a quienes mandata. La confianza plena para que defiendan sus derechos civiles, su economía, su estabilidad y sus derechos laborales; y para que garanticen los derechos sociales que les otorga el Estado Social de Derecho que propugna nuestra Constitución. Es el apretón de manos con el que el ciudadano sella su contrato con los compromisos que el candidato le ha propuesto a través de su programa electoral.
Ese sacrosanto apretón de manos con el que nuestra sociedad identifica el carácter inquebrantable de un contrato. En el caso evocado al principio de estas líneas, Zapatero pecó de incauto. Atropellado por las nuevas circunstancias de la crisis, contagiado por el pánico de los banqueros españoles y coaccionado por las imposiciones alemanas y europeas, no tuvo la firmeza de convocar a la soberanía popular y se atrevió a suplantarla. Y adoptó una deriva mesiánica que casa mal con la esencia de la legitimidad democrática. Siguió, sin darse cuenta, el precedente de Aznar cuando manchó el nombre de España con el mendaz respaldo genocida a la guerra de Irak.
Cuando la estela que debía haber seguido era la de Felipe González, que se vio en la obligación de convocar el referéndum de la OTAN. Es cierto que la crisis financiera –o el tratamiento que se le ha dado- ha puesto a nuestra sociedad en una situación de debilidad. Pero eso no justifica que haya que hipotecar la legitimidad de nuestra soberanía. Y menos aún, que nadie pueda tomarla como excusa para generar un estado de excepción.
Que Mariano Rajoy, desde el mes siguiente a su toma de posesión, haya quebrantado su contrato con la soberanía popular en nombre de la crisis, orillando absolutamente todo lo que prometió en la campaña electoral, genera un grave problema de legitimidad. Problema que él mismo reconoce cuando afirma: “he incumplido mis promesas, pero he cumplido con mi deber”. Es una contraposición tramposa la que esconde con ese juego de palabras. Porque enfrenta el absolutismo de su conciencia individual a la legitimidad del mandato popular. Su mayoría absoluta no le faculta para hacer lo que le dicte su conciencia, porque es una mayoría que tiene un único respaldo: el voto del electorado. Y el voto del electorado es una de las partes de un contrato sellado en base a unos compromisos cuyo incumplimiento rompe el contrato. Reconoce, pues, Rajoy que en estos momentos se encuentra a la deriva, guiado por su criterio personal y no por el mandato de los ciudadanos. Que ha hecho trampas a la soberanía. Y eso no es ni más ni menos que un estado de excepción de facto, que no se atiene a los preceptos constitucionales. Algo que le deslegitima para seguir gobernando mientras no revalide su mayoría con un nuevo contrato en las urnas.
Alguien que es capaz de presentarse así ante la sociedad no deja de ser un usurpador de su propia legitimidad, un administrador infiel de un bien sagrado que se le ha confiado: el de la soberanía de todo un pueblo. Dentro de su disyuntiva deber/compromiso subyace un profundo desconocimiento del sentido del deber, además del malhadado principio de que el fin justifica los medios. Porque se debe exclusivamente al mandato recibido, que no se basa más que en el compromiso que garantizó. Y porque, aunque el resultado final de su gestión fuera bueno, si no la ha hecho de acuerdo con el contrato, está incumpliendo. Es como un cabeza de familia que cuando recibe su salario lo apuesta en el casino: incluso aunque la suerte le favorezca, ha defraudado a su familia arriesgando el sustento que está obligado a prestar. Una quiebra de legitimidad a la que –para mayor tragedia- hay que añadir el agónico proceso de mentiras en el que se ha aventurado con la impúdica cadena Bárcenas-Mato-Sepúlveda-Gürtel-Camps-Matas…
Proceso de mentiras que pretenden solamente salvar la cara de su partido, inmerso en un casi evidente desmán de financiación ilegal. Aunque sea a costa de la imagen de nuestro Estado Democrático ante el resto del mundo y ante la autoestima de la propia Sociedad. A pesar del tono solemne de dignidad que intenta imprimir a sus escasas y opacas intervenciones, Rajoy ha entrado en una deriva de indignidad que amenaza con arrastrarnos a todos. Y se ha convertido en un peligro para España.