Reza el villancico popular : “En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna, la Virgen y San José, y el Niño que está en la cuna.” Un momento: Error, error. En la cuna no está el Jesusito de nuestra vida, repara, alarmado, un visitante del Belén de Compostela.
Y la canción navideña, que hasta ahora sonaba religiosamente por la megafonía interna de todo espítitu católico que se precie, se interrumpe en su folklore y se atropella en su relato. Se montó la marimorena.
Ya sin zambomba que acompañe tan dramático suceso, tan insoportable ausencia. El silencio roto al grito simultáneo de los próceres de la conciencia: ¡el Niño, secuestrado! ¡Wanted al Niño, por Dios, por la Virgen y todos los Santos!. El buey y la mula no salen de su sorpresa.
Pues el Niño sigue en paradero desconocido, ausente del lugar que siempre se le ha encomendado por estas fechas: un humilde pesebre que, a través del tiempo, ha llegado a ser una gran hacienda de oro con toda piedra preciosa que se encuentre en el planeta, con acciones en el Vaticano y en siglos y siglos de tinieblas.
¿Dónde demonios estará el Niño? Como canta el villancico ¿bajo el sol, la luna y las estrellas? Ah, no, allí solo están los desahuciados, los que moran sin vivienda. Tal vez esté en un Banco pidiendo una hipoteca. “Ande, ande, ande…” ¡Que venga Dios y lo vea!