martes, 11 de septiembre de 2012

Cataluña: ¿independencia o secesión ligera? I - Xavier Casals

Xavier Casals
Una de las primeras entradas de mi blog fue nuestro artículo “Cataluña: ¿La secesión ligera?”, publicado en El noticiero de las ideas, 40 (octubre-diciembre 2009), pp. 32-39. Hoy volvemos a reeditarla porque consideramos válida la tesis que allí sosteníamos y que amplificamos en nuestra obra El oasis catalán (1975-2010): ¿Espejismo o realidad? (2010). En esencia, consideramos que buena parte de la sociedad catalana, más que conocer la independencia, experimenta una “Secesión ligera”, un fenómeno similar al descrito en Italia para explicar la génesis de la Liga Norte.

Como explicamos en la conclusión del texto, el periodista italiano Paolo Rumiz en el 2001 acuñó el término “secesión ligera” para aludir a la protesta que encarnó la Liga Norte liderada por Umberto Bossi en Italia, al abanderar éste un nacionalismo padano (en alusión a sus raíces en el valle del Po). Rumiz la consideró un alejamiento progresivo de Roma –entendida como símbolo de Italia- por parte de los italianos del norte, los “padanos” y la describió en estos términos:


“Levemente, de manera inadvertida, un hombre nuevo ha crecido en el ethnos italiano, y la secesión está antes que nada en su cabeza: es un alejamiento mental de la política, del Estado, de la res publica, incluso hasta de aquel supremo bien común que se llama territorio”.


Desde nuestra óptica, en Cataluña crece un sentimiento ampliamente compartido de “secesión ligera”, que es el que en buena medida alimenta manifestaciones independentistas.

 

Cataluña: ¿La secesión ligera?

En noviembre de 2007 el presidente de la Generalitat José Montilla afirmó que en Cataluña había “cabreo, recelo y pesimismo”, y que si no mejoraban las inversiones del gobierno central en infraestructuras ni cesaba la incertidumbre en torno al Estatuto creada por los recursos presentados en el Tribunal Constitucional por el Partido Popular [PP], se debían valorar “graves consecuencias a medio y largo plazo de una desafección emocional de Cataluña hacia España y hacia las instituciones comunes”. El aviso era claro: muchos catalanes podían empezar a dejar de sentirse españoles. ¿Hasta qué punto es una realidad la desafección a la que aludió Montilla hace dos años?


Es difícil demostrarlo más allá de lo que refleja la demoscopia, que parece refrendarla. Así, en el último barómetro del Centro d’Estudis d’Opinió [CEO] de la Generalitat (publicado en junio de 2009) un 62% de encuestados consideraba que el nivel de autonomía de Cataluña era insuficiente. Este porcentaje es muy superior al 45% de la muestra que se identificaba como “únicamente catalán” o “más catalán que español”. De este modo, entre los insatisfechos por las limitaciones del autogobierno figuraba un 17% que se definía como “español” o “más español que catalán”. Este hecho se explicaría porque la autonomía habría dejado de asociarse cada vez más en Cataluña a emociones para hacerlo a razones, entendiendo como tales las infraestructuras, la sanidad o la educación. Asimismo, el barómetro apuntaba que para un l9% de encuestados Cataluña debería ser independiente y para un 32% un Estado dentro de una España federal. Los sondeos, pues, constatan que la desafección catalana hacia España no es una entelequia, aunque sea complejo calibrar su magnitud.


Pero la demoscopia indica igualmente que la sociedad catalana también manifiesta una desafección hacia su propia clase política, cuya valoración se halla en caída libre. Un “Índice de satisfacción política” acuñado por el CEO lo ha puesto de relieve de forma contundente: si en julio de 2008 su valor negativo alcanzaba –1.91, en junio de 2009 cayó hasta su récord: –2.59. Esta realidad se reflejó ya en la abstención del 51% del electorado en el referéndum del Estatuto de 2006 y un porcentaje del 5% de voto en blanco, conducta que se repitió en los comicios autonómicos de aquel mismo año, con un 44% de abstención y un 2% de voto en blanco. Ello indica que para gran parte de los catalanes las elecciones de su parlamento son de segundo nivel en relación a las legislativas o generales. ¿Por qué la desafección de los catalanes se manifiesta tanto hacia el resto de España como hacia su clase política?


Un sistema político en caída libre


La respuesta, a nuestro juicio, radica en que en Cataluña se desarrollan dos procesos simultáneos e inseparables desde hace poco más de un lustro: uno es la percepción extendida de un fracaso del encaje catalán en España y el otro el hundimiento progresivo de su sistema político actual. Ambos son indisociables de la constitución del gobierno tripartito de la Generalitat en el 2003, presidido por Pasqual Maragall y formado por la coalición del Partit dels Socialistes de Catalunya [PSC-PSOE], Iniciativa per Catalunya Verds [IVC] y Esquerra Republicana de Catalunya [ERC], reeditado en el 2006 bajo la presidencia de Montilla. Consideramos que en esta etapa (2003-2009) se cerró de modo definitivo la Transición iniciada en 1975 (significativamente abandonaron la política activa sus dos líderes históricos, Jordi Pujol y el propio Maragall) y con la elaboración del nuevo Estatuto se inició otra, en el marco de la cual tres grandes factores explicarían la desafección de los catalanes hacia su establishment político.


En primer lugar, porque seis años después de haberse producido una alternancia gobierno de la Generalitat cada vez más ciudadanos percibirían la existencia de un fenómeno que en Italia se ha denominado “lotización” –lottizzazione- de la administración. Nos referimos a la existencia de un celoso reparto de parcelas de poder entre coaliciones: Convergencia i Unió [CiU] primero y el ejecutivo tripartito después. Este desgaste general de los partidos, además, estuvo jalonado por dos hitos. Uno fue la crisis de El Carmel: en enero de 2005 un socavón creado por perforaciones de un túnel de metro en este barrio barcelonés obligó a demoler dos bloques de pisos. El desastre provocó acusaciones cruzadas de responsabilidad entre el gobierno y la oposición, incluso el presidente Maragall denunció en el Parlamento que CiU cobró comisiones por las obras públicas, aunque pronto retiró tal acusación. La pésima gestión del desaguisado por parte del ejecutivo tripartito desató una oleada de indignación popular y cuando Maragall comparó lo ocurrido con la tragedia del Prestige en Galicia por su magnitud, no anduvo desencaminado: el hundimiento de El Carmel fue un chapapote que enlodó a los políticos catalanes. El otro hito que marcó el descrédito de los partidos fueron sus rivalidades constantes durante la elaboración del Estatuto, al actuar guiados por el tacticismo y rivalizar en su afán de acaparar protagonismo público, mientras el PP no recogió rédito por su oposición al Estatuto.


En segundo lugar, porque el gobierno tripartito ha supuesto el fin de la Cataluña políticamente bipolar de las décadas precedentes. De este modo, el ejecutivo catalán desde el 2003 no ha contado con contrapeso político alguno: controla la Generalitat; todos los consistorios que son capitales provinciales; tres de las cuatro diputaciones; y aparentemente dispone de un gobierno “amigo” en Madrid. En este panorama no existen contrapesos a la hegemonía del bloque tripartito. Si antaño, ante un Pujol que gozaba de mayoría absoluta el PSC podía reclamar colaboración a un gobierno central del PSOE, ahora ninguna fuerza de la oposición al gobierno de la Generalitat puede recurrir a tal apoyo. Ante tal situación, han sido inoperantes los buenos resultados electorales de CiU (pese a perder votos) y se ha dado la paradoja de que el PSC ha perdido sufragios en los comicios catalanes de 2006 y en los locales de 2007 sin que disminuyan sus parcelas de poder. Así las cosas, la competencia política en Cataluña resulta cada vez menos atractiva para su electorado.


En tercer lugar, porque han advertido nuevos actores políticos que quieren romper el monopolio de los partidos dominantes. Lo representan gráficamente Ciutadans [C’s] en el ámbito autonómico y la islamófoba Plataforma per Catalunya [PxC] y las independentistas Candidatures d’Unitat Popular [CUP] en el local. Estas tres formaciones comparten dos banderas: la protesta contra el establishment político (reclamando una mayor participación de electorado y una democracia más representativa) y la defensa de una identidad amenazada, sea ésta española (como en el caso de C’s), catalana (las CUP) o “autóctona” frente a la inmigración (la PxC).


De manera paralela han ganado peso vías de participación “antipolíticas”, que van más allá de la abstención creciente y a la alza del voto en blanco, al generarse un fenómeno que ha pasado desapercibido para los politólogos pese a su importancia: la expansión de plataformas de protesta vecinales y ecologistas que cuestionan decisiones institucionales -como la construcción de vertederos- y que han sido designadas popularmente como expresiones de una “cultura del no”, versión catalana de la expresión inglesa not in my backyard (“no en mi patio trasero”). En resumen, la desaparición de los mecanismos que han caracterizado a la política catalana durante tres décadas y el desgaste de los partidos tradicionales son las claves de la desafección de los catalanes hacia sus políticos, que se manifiesta tanto en la abstención como en la irrupción de nuevas formaciones y plataformas de protesta. Todo ello hace pensar que el actual sistema político catalán experimenta un proceso de cambio profundo.


Hecha esta sucinta y esquemática exposición sobre la desafección de los catalanes hacia sus políticos quedan por dilucidar las causas de su desafección hacia el resto de España enunciada por Montilla. De nuevo, las respuestas a esta cuestión son indisociables de la constitución del gobierno tripartito de la Generalitat en el 2003, pues a partir de entonces Cataluña marcó las dinámicas políticas españolas por razones diversas.


Razones de un distanciamiento


Si procedemos a enumerarlas jerárquicamente, en primer lugar destacarían las consecuencias que en el gobierno de Maragall tuvieron dos actuaciones más que desafortunadas de su vicepresidente y entonces también líder de ERC, Josep-Lluís Carod-Rovira: por una parte, la conmoción política que causó su entrevista con dirigentes de ETA en Francia cuando era presidente en funciones de la Generalitat; por otra parte, su sugerencia posterior de efectuar un boicot catalán a la candidatura de Madrid como sede olímpica. Ambos hechos generaron un formidable movimiento de rechazo en el conjunto de España. En segundo lugar, debe ubicarse la gestación del nuevo Estatuto, que fue percibido como una amenaza a la integridad territorial de España por amplios sectores políticos y sociales y alumbró una gran oposición al mismo y de la que el PP hizo bandera. En tercer y último lugar debe señalarse la frustrante falta de apoyo al texto estatutario del presidente José Luis Rodríguez-Zapatero, tras haberse comprometido públicamente a ser su valedor en noviembre de 2003: “Apoyaré la reforma del estatuto de Cataluña que apruebe el Parlamento”, afirmó en un acto multitudinario. La confluencia de las dinámicas políticas generadas por estos hechos, como veremos a continuación, sentó las bases de la actual desafección catalana.


Empecemos por el primero. El escándalo protagonizado por Carod-Rovira al entrevistarse con líderes de ETA fue objeto de toda suerte de críticas desde el resto de España, de los que hizo de altavoz un PP dolido por su exclusión de la política catalana (las formaciones del tripartito explicitaron su rechazo a pactar con él bajo ningún concepto). Eduardo Zaplana, por ejemplo, enunció que “el Gobierno de Cataluña son tres, pero uno de ellos suma un cuarto, ETA”. La difunta ministra Julia García-Valdecasas manifestó que “de alguna manera el PSOE ha pactado con asesinos que irá con asesinos en la candidatura al Senado” (aludiendo a una lista unitaria PSC-ERC-ICV), palabras que luego rectificó. Asimismo, a las penosas manifestaciones de Carod-Rovira insinuando el boicot a Madrid como sede olímpica, siguió una campaña popular de boicot a los productos catalanes que hizo mella en el conjunto de la sociedad catalana por su amplio eco.


Al añadirse la oposición beligerante del PP y la de amplios sectores sociales y políticos del resto de España al nuevo Estatuto, la estigmatización inicial del gobierno tripartito por sus pretendidos vínculos con ETA evolucionó hacia el anticatalanismo, en la medida que se presentaba a Cataluña como insolidaria y egoísta. Así lo testimonió una campaña de recogida de firmas de los populares contra el Estatuto, al estar abanderada con una pregunta que soslayaba la gran desigualdad (entre otras existentes) que supone el concierto económico vasco y navarro: “¿Considera conveniente que España siga siendo una única Nación en la que todos sus ciudadanos sean iguales en derechos, obligaciones, así como en el acceso a las prestaciones públicas?” Asimismo, Mariano Rajoy difundió el mensaje de que el gobierno central era rehén de un proyecto del ejecutivo catalán para acabar con España: “Asistimos ya a un plan muy elaborado para el desmantelamiento del Estado según las directrices que imponen algunas minorías nacionalistas y muy particularmente el gobierno tripartito de Cataluña”.


En este contexto, emergió un anticatalanismo belicoso del que los locutores estelares de la cadena propiedad del obispado español –la COPE- fueron sus voceros emblemáticos. Si César Vidal calificó al ejecutivo catalán como “nacionalsocialista”, Federico Jiménez Losantos hizo comentarios como éste: “el Gobierno español sólo habla con terroristas, homosexuales o catalanes. A ver cuando se decide a hablar con gente normal”. Este clima de opinión lo reflejó igualmente el fallecido presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales [CEOE], José Mª Cuevas, al definir una OPA de la empresa Gas Natural –radicada en Barcelona- sobre Endesa como hecha “muy a la catalana; es decir, muy barata y con el Boletín Oficial a favor”.


Finalmente, el nuevo Estatuto catalán se concluyó y aprobó de modo desangelado: Rodríguez Zapatero hizo gala de un pragmatismo maniobrero al pactar sus flecos con el líder convergente Artur Mas y no con el presidente Maragall, en un acuerdo que no evitó recortes del texto en el Congreso. A ello siguió un referéndum deslucido, con una campaña pidiendo el voto en contra para el texto de ERC y el PP, que formuló recursos contra numerosos artículos del mismo ante el Tribunal Constitucional.


Sin embargó, erraríamos el diagnóstico sobre la desafección catalana si viéramos aquí su principio y fin. Ciertamente, ésta nació en el proceso descrito, pero cuajó con el esperpéntico espectáculo que siguió a la aprobación del texto estatutario.