La trama Nóos, el espinoso asunto que se instruye en el juzgado nº 3 de Palma de Mallorca, pone de relieve que la justicia no es igual para todos. Personalidades del mundo político y jurídico así lo reconocen, al menos en orden al tratamiento diferencial de las personas que aparecen como presuntos delincuentes, según su rango.
El propio juez Castro, que dirige la instrucción con notable prudencia y comedimiento, avala ese trato diferente hacia el yerno del rey en decisiones que, aún correctas, resultan inusuales (no adopta medida alguna en prevención; consiente que no se grabe la declaración, etc.).
También es de destacar la excesiva consideración prestada a la infanta, dirigida a preservar de cualquier daño a este miembro de la familia real, o a la familia misma.
Sin embargo, y aunque tal discriminación protectora no corresponde al principio de igualdad ante la ley y por ende representa un déficit democrático, no constituye a mi juicio el cerne del problema, ni agota los interrogantes que el escándalo suscita entre los ciudadanos.
El mayor riesgo para la sociedad lo representa la filosofía que entrañan estas conductas. Más allá de la persecución de comportamientos individuales, caiga quien caiga, lo peligroso del asunto radica en la aceptación social que subyace en este tipo de ataques a lo público. El propio Jaume Matas justifica su actuación impropia, por el valor propagandístico que acompaña la figura del duque de Palma como miembro de la familia real, lo que inevitablemente sobrelleva un coste adicional a cargo del erario público.
Desde siempre los reyes han atraído las miradas de personas que se esfuerzan en imitarles, adoptando en lo posible su estilo de vida. Pero de ahí a obtener ventajas económicas del embobamiento que suscitan, media el abismo de la indecencia. Ejemplo reciente lo protagonizó el presidente de Alemania que dimitió por corrupción, tras desvelarse que había aceptado un crédito privado con unas condiciones muy ventajosas de empresarios amigos.
Se está generalizando un comercio especulativo en torno a figuras afamadas que irrumpen en los mercados consumistas. Y así se da por bueno que, personajes de toda índole, refuercen con su presencia la bondad de lo que avalan: desde un producto de belleza a una marca de automóviles. Para el empresario, poco importa el producto si la atención se desvía hacia quien lo presenta. Perfecto engaño al que contribuye el famoso, pues lo que anuncia nada tiene que ver con sus méritos o esfuerzo profesional, no dando importancia a si lo afirmado se acomoda a la verdad.
La corrupción, según el DRAE, es una práctica consistente en la utilización de las funciones y medios públicos en provecho de sus gestores, sea éste económico o de otra índole. Lo grave es que esta mentalidad de aprovecharse del cargo parece estar admitida socialmente.