Decadencia política, moral y social, es parte del catalogo de síntomas que acompañan la quebrantada salud democrática de España en particular y en dispar medida, la del resto del espacio común que se ha dado en llamar Unión Europea con un optimismo periclitado.
Por primera vez en sus poco más de cincuenta años ese espacio que llegamos a imaginar portentoso, debe afrontar una crisis poliédrica de poco identificable final. En la que la única certeza, es que a diferencia de otras anteriores, la salida será en condiciones muy deterioradas en lo social, en lo político y económico y desde luego demoledoras en orden a liderazgo moral sobre el orbe que compartimos.
No solo estamos en una situación de crisis, sino que está absolutamente interiorizada entre todos los actores sociales la “sensación de crisis”. Es tan transversal en su aspecto invasivo que da lo mismo hablar de la crisis ideológica, como de la crisis de la intelectualidad, de la del petróleo con sus connotaciones bélicas y geoestratégicas, de la económica por antonomasia, de la vírica con el VIH azotando con especial crueldad el Tercer Mundo, de la del deterioro intencionado del acceso a la educación como elemento de debilitamiento de la capacidad de respuesta del individuo, de la de la asistencia sanitaria induciendo la indefensión de los que se ven aquejados en lo físico, de la de los que se ven inermes ante el obsceno juego con sus pensiones tras una vida de trabajo…Tantas y tan múltiples que en ocasiones produce pereza el termino por lo excesivo de su presencia en el dialogo cotidiano.
El fatalismo inculcado diestramente desde vectores interesados finalmente funciona como mecanismo de anestesia ante la permanente incertidumbre sobre el futuro Cuando Alvin Toffeler en “El shock del futuro” nos describe sus previsiones brillantemente, para nosotros, no es algo remoto, es ya presente. Un futuro que invade nuestra existencia alterando nuestras vidas, trastornando nuestros valores, desgajándonos de nuestras raíces, pero con un rostro hosco, ajeno al de nuestros sueños. Sobrepasados por las novedades, los problemas se suceden afectando las entrañas de la colectividad y a los seres humanos individualmente. Nuestra percepción es la del vértigo propio de un descenso cuesta abajo sin poder reducir la caída en la pendiente y desconociendo lo que espera al final.
En el desarme moral del ciudadano, parte sustancial de una crisis sistémica encaminada a generar un estado orweliano, dócil y sin horizontes y siempre bajo la mirada invasiva del amo todopoderoso, es elemento sustantivo la reducción de la educación a mero testimonio formal. Nicolás de Condorcet a finales del siglo XVIII avisaba de la necesidad ineludible de una educación pública cuyo primer objetivo fuere, “ofrecer a todos los individuos de la especie humana los medios de proveer a sus necesidades, de asegurar su bienestar, de conocer y ejercer su derechos y de comprender y de cumplir sus deberes”.
Quizás son llegados momentos de invocar, en un estado de crisis y de impotencia para salir de ella, desde Platón, a Tomás Moro, de Tomaso Campanella, a Francis Bacon… Cuando lo presuntamente real no aporta soluciones, la utopía, y el estado ideal que contempla, donde las relaciones de los hombres se determinan racionalmente y la búsqueda es la de la felicidad y no la angustia como meta, es un hito de interés. Un ideal utópico expresado en racionalidad, coherencia y transparencia. La utopía debe iluminar las tinieblas que ciegan el presente sumido en apatía y resignación, e interpretar las aspiraciones de una época que unos pocos insisten en hacer lúgubre. La utopía asoma como el elemento a la vez inspirador y referencial de la ideología, la política y los movimientos sociales.
Frente a la inevitabilidad y desánimo orquestado por pragmáticos de oficio, acomodadores en la naturalidad de lo que es anomalía y perversión de conducta, -que el mal prevalece sobre el bien y la injusticia social es padecimiento crónico inevitable-, cabe alzarse. No solo es legitimo sino obligado y desde su licitud moral, solo cabe negarse con entereza cívica a aceptar el extravió malintencionado por senderos nocivos. En ello la utopía cumple la función de orientar a la colectividad. Recuperar la fe en una sociedad posible y distinta, donde la palabra futuro deje de ser apenas una vaga quimera.
Hace algo más de dos milenios la hagiografía evangélica relata como un paciente Jesús, presto a ofrecer la otra mejilla, llega a indignarse hasta tal punto ante la infamia y desvergüenza de los mercaderes que no duda enfrentarlos látigo en mano “Mi casa será llamada de oración para todas la naciones”… (Isaías, 56-7)…Pero ustedes han hecho de ella una cueva de ladrones (Jeremías, 7-11)… Se non è vero, è ben trovato…Y sumamente interesante como parábola con visos de actualidad y a la vez de sugerencia.