Francisco J. Bastida |
La Constitución buscó la convergencia de las dos Españas, pero lo hizo mirando demasiado por el retrovisor en algo tan importante como son los símbolos nacionales. La bandera siguió con los colores y la forma de la enseña franquista, que básicamente era la de la Monarquía, e inmediatamente se erigió en signo distintivo de la derecha española. Lo mismo sucedió con la continuidad del himno nacional. La consecuencia fue el desafecto a los símbolos nacionales y al propio nombre de España no sólo de los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos, sino también de la izquierda en general. Referirse a España como «Estado español» sigue siendo aún hoy una muestra del daño sentimental causado por el franquismo, que la Constitución no supo o pudo superar fijando nuevos símbolos de general aceptación. Pero también expresa la enfermedad infantil de la izquierda, que después de treinta años le cuesta manifestar su identidad nacional, como si sólo se sintiese española por imperativo legal. Los nacionalistas le han marcado a la izquierda española una visión de las cosas que ha resultado nefasta. El rechazo de la idea de la España uniforme, tan grata a la derecha centralista, ha llevado a la izquierda, de la mano de la derecha nacionalista, a la negación u omisión de España y a la afirmación de los pueblos de España (del Estado español) como única o preferente realidad social.
El artículo 2 de la Constitución es un intento de armonizar la España plural, pero su texto no expresa una síntesis de dos visiones de España, sino la afirmación sucesiva de ambas. Por un lado, «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», que satisfizo a la derecha posfranquista, y, por otro, el reconocimiento y la garantía del «derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas», que contentó a los nacionalistas y a la izquierda. El Estado autonómico ha servido para ese delicado equilibrio, pero después de treinta años parece insuficiente y despreciable para los nacionalistas, lo cual es grave cuando son fuerzas políticas con gran implantación electoral, como sucede en el País Vasco y en Cataluña.
La pavorosa crisis económica está dejando al aire la debilidad política de España hacia el exterior, pero también en el interior. El PP culpa a las autonomías de la deuda pública y propone una recentralización, mientras los nacionalistas ya hablan sin disimulo de romper amarras y hacer el camino por su cuenta. El PSOE, que sirve de puente entre las dos orillas, está desaparecido y el PSC juega a un catalanismo que no hace ascos al derecho de autodeterminación. Del «café para todos» se ha pasado a proponer el descafeinado, por un lado, y a consumir «éxtasis», por el otro, mientras a Rubalcaba le da por improvisar la idea de un Estado federal.
La Constitución no soluciona los problemas, pero es el cauce para resolverlos. Dice Rajoy que no es momento de algarabías, pero lo cierto es que lo más grave que tiene hoy España no es su economía, sino su identidad política, como país y como democracia. España necesita refundarse a través de una reforma constitucional, libre de las ataduras habidas en la Transición y abierta a los nuevos retos y demandas. Hoy hacen agua el Estado social de derecho, los símbolos nacionales, la organización territorial del Estado, el sistema de partidos, la organización de la representación y las propias instituciones del Estado, desde la Corona al Poder Judicial, pasando por el Senado. De nuestra economía se ocupan Alemania y la Unión Europea; de nuestra política nos tenemos que ocupar nosotros, y mal andan las cosas si la obsesión del Gobierno es hacer de España una «marca» que hay que vender y deja de lado la idea de España como una nación que hay que recuperar en su propia estima como pueblo y como democracia, sin patriotismo folclórico.
PP y PSOE tienen la llave de la revisión constitucional y hasta ahora han seguido el criterio de que no se debe abrir el melón de la reforma si no se sabe cómo cerrarlo. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Pero es hora de que se den cuenta de que el melón se pudre y de que a la nueva legitimidad de las aspiraciones de los nacionalistas, que adquieran en las urnas y en la calle, no se puede oponer sin más ni el Código Penal ni un Tribunal Constitucional politizado ni unas Cortes en horas bajas. Esa legitimidad hay que contrastarla e incluso contrarrestarla con una superior legitimidad, renovada en una reforma constitucional y ratificada en un referéndum. A ver si resulta que los únicos que tienen reconocido jurídicamente «el derecho a decidir», el pueblo español, no tienen la oportunidad de ejercerlo.
¿Hay que recordar que la Constitución de Cádiz, tan conmemorada hoy en su 200.º cumpleaños, se hizo en condiciones mucho más complejas y convulsas que las actuales?